Pablo Muñoz - Análisis
Límites
La lucha contra el terrorismo yihadista -sucedió igual en el combate contra ETA- opera entre la fina línea que separa la seguridad nacional y la jurídica. No son contradictorias, pero el día a día del trabajo de las Fuerzas de Seguridad y el sistema judicial ofrecen a veces debates inquietantes sobre hasta dónde debe llegar una y otra. El problema surge cuando alguna se impone y el resultado provoca resultados castastróficos que nadie quiere asumir.
Lo ocurrido con el caso de los llamados «yihadistas de Madrid» es paradigmático. Una información llega a la Policía -en este caso la Brigada de Información de Madrid-, hay un confidente -como tantas veces en esta materia-, se apuesta por un agente encubierto -estaba informada la autoridad judicial- y se actúa. Por supuesto, hay riesgo de que el confidente engañe a los investigadores, e incluso de que el agente encubierto pueda pasar de «acompañar en la actividad delictiva», para poder informar de ella -éste es el caso-, a provocar un delito.
Si ha habido un error -en nuestro ejemplo Pedraz lo considera así y es el único legitimado para ello en un Estado de Derecho-, la autoridad judicial toma las medidas correspondientes. Lo que es inadmisible es que filtraciones de unos y otros -«fuego enemigo», pero muy especialmente también «amigo»- lancen una sombra de sospecha, sin aportar pruebas, sobre la investigación de una unidad policial.
Quien ha visto los vídeos protagonizados por los excarcelados, incluido el juez, no tienen duda de que la operación era imprescindible. Ahora es fácil endosar culpas. Nunca faltan los profetas del día después. Pero si está en juego la seguridad nacional, o puede estarlo, se actúa.
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