Tribuna abierta
Leyes procannabis
Se hace más necesaria que nunca, una gran campaña para concienciar a todos de los riesgos del cannabis
Las adicciones son, por definición, difíciles de controlar, y la crisis de los opiáceos en EE.UU. ofrece un ejemplo trágico. Hacia el año 2000, varias farmacéuticas de EE.UU. propagaron la teoría de que el dolor crónico se debía tratar con opiáceos. Consiguieron vender, legalmente, miles de millones de esas medicinas, llegando a hacerse algún año más de ochenta recetas de opiáceos por cada 100 habitantes. Pero el precio que está pagando por ello la sociedad americana es incalculable: solo en 2020 murieron 93.000 personas por sobredosis de opiáceos. Los intentos de controlar esta plaga han fracasado y los millones de adictos que se crearon acuden cada vez más a drogas ilegales como la heroína o el fentanil. Las estremecedoras imágenes de personas vagando como zombis por las calles de Filadelfia han dado la vuelta al mundo. Mientras tanto, en España, varios partidos políticos proponen regulaciones que favorecen el consumo de otra droga extraordinariamente adictiva y perjudicial. Aunque el cannabis no produce la muerte por sobredosis, sus efectos son también demoledores. Hasta un 30% de los usuarios se convierten en adictos. El consumo habitual de cannabis multiplica por cuatro el riesgo de sufrir brotes psicóticos, por tres los intentos de suicidio, y aumenta en un 30% el riesgo de depresión. Además, reduce gravemente las capacidades cognitivas y a afecta a los receptores de dopamina, debilitando la motivación y la capacidad de aprender. A todo esto hay que añadir unos efectos cancerígenos y pulmonares similares a los del tabaco. Si fumar mata, –como por ley indican las cajetillas– fumar cannabis hace descarrilar tu vida, y mata.
Es cierto, como dice la proposición de ERC y Más País, que la estrategia de prohibición no ha impedido la proliferación de su uso. Por eso solo hace más necesaria una gran campaña para concienciar a todos de sus riesgos. Un enorme esfuerzo previo en ese sentido quizás permitiría plantear su legalización, pero la propuesta va en sentido contrario: no solo legaliza el cannabis sino que lo promueve. La exposición de motivos, que sería cómica si la cuestión no fuera tan grave, dice que durante milenios «el cannabis ha formado parte de nuestro paisaje rural … llegando a ser un cultivo de gran importancia económica y cultural». Peor es el artículo 1 que «declara y reconoce el valor y carácter universal, cultural, sociológico, lúdico, recreativo, medicinal, comercial e industrial de la planta Cannabis Sativa L». El resto del texto, como es lógico tras esta declaración de principios, da un trato de favor al cannabis frente a otras drogas legales como el alcohol y el tabaco: permite su cultivo para uso propio; presume este uso salvo que se excedan unas cantidades considerables; reconoce y promueve los «clubes y asociaciones de cultivo y consumo compartido»; prohíbe la sanción por su consumo en espacios públicos; limita la posibilidad de sancionar por conducir bajo sus efectos (exigiendo una prueba conductual además de la química); establece normas de etiquetado mucho menos estrictas que para el tabaco; y limita los impuestos que se le pueden imponer al 35%, muy inferior al que se aplica al tabaco.
En resumen, la propuesta valora positivamente esta droga y le otorga privilegios que favorecen su consumo, en contra de lo que dictan la ciencia y la experiencia. El oportunismo político y los intereses de un mercado legal superior a veinte mil millones de dólares anuales quizás expliquen esta posición. Pero esta regulación, combinada con el aumento de su uso entre los jóvenes, la creciente concentración de su elemento activo (el THC), y las nuevas formas de consumo (vapeo, comida) puede que nos lleven, dentro de unos años, a un paisaje casi tan desolador como el los opiáceos en EE.UU., con parte de generaciones perdidas en la adicción, la desmotivación o la psicosis.
segismundo álvarez royo-vilanova
es jurista