Un lacito amarillo, un pin
Que Quim Torra haya formado Govern, con la bendición del forajido de Waterloo, es la mayor demostración de que los independentistas son los primeros que saben que su república imaginaria no existe
Y tras el folclore reivindicativo, la realidad autonómica. El presidente Rajoy ya no es ni una excusa y a los consejeros imposibles los sustituyó Quim Torra sin que se lo ordenara ningún ejército ni ningún tribunal. Alguien que no recuerdo escribió en los fatídicos días de octubre que el independentismo acabaría en una suave batasunización de Cataluña. Es exactamente lo que ha sucedido. Tan suave ha sido la batasunización que en las ciudades ni la hemos notado; y las broncas en las playas por las cruces amarillas no tienen nada que ver con los cajeros o los autobuses incendiados de la kale borroka, porque aquí, gracias a Dios, somos mucho más cursis. ¿Quemar qué? A lo sumo «un cigarrillo y otro más; y como toda esperanza se esfumó».
La «república catalana» será un souvenir como los sombreros mejicanos de las tiendas de «collonades» de las Ramblas. Un lacito, un pin. Dos consejeras juraron ayer el cargo vestidas de amarillo, como los cánticos indepes en el campo del Barça cuando llega el minuto 17:14. «¡Alegrías infantiles que cuestan una moneda!». De la reivindicación política hemos pasado a suplicar la propina humanitaria como si no hubiéramos sabido desde el principio el precio de la épica de los pueblos que quieren ser libres.
Que Quim Torra haya formado Govern, con la bendición del forajido de Waterloo, es la mayor demostración de que los independentistas son los primeros que saben que su república imaginaria no existe, y que sus escenificaciones reivindicativas tienen el único destino de la rendición, la multa, la cárcel o el destierro.
Todo tiene un precio y por supuesto puede siempre pagarse. Lo que nos diferencia los unos a los otros, las empresas de éxito de las que perecen en el intento, no es lo que cuestan sino las almas dispuestas a pagar, con su dinero o con su vida, el empeño de sacarlas adelante. El independentismo se ha encontrado con una respuesta previsible, mesurada y hasta razonablemente tranquila del Estado.
Lo que va del 27 de octubre a la folclórica toma de posesión de ayer, con los vestidos amarillos de las dos consejeras, los lacitos, y el Facetime con Berlín, no tiene que ver con la falta de libertad ni con la represión, sino con la falta de agallas, la mediocridad, el infantilismo, el farol y el pobrísimo nivel intelectual -Rahola, Dios mío- de un independentismo político que, tal como está hoy concebido, es el más feroz ejército con que España cuenta para mantener su unidad de destino en lo universal.
La república catalana murió -Itziar Reyero lo escribió- cuando Carles Puigdemont cambió de coche debajo de un puente para despistar a la policía el 1 de octubre. Los independentistas lo creyeron una astucia, pero cuando se pierde la dignidad presidencial se acaba perdiendo hasta la camisa. Y hoy estamos felices de que nos hayan levantado el 155 y le votamos a Pedro las mociones para que nos deje quedar con la propina.