Prepublicación_«Con la Biblia y la Parabellum»

La historia entre curas y etarras, una vela a Dios y otra al diablo

ABC ofrece hoy la prepublicación del último libro del subdirector de El Correo Pedro Ontoso, que saca la luz la complicidad de la Iglesia vasca con la banda terrorista ETA

El obispo emérito de San Sebastián Juan María Uriarte

«Cuando la Iglesia vasca ponía una vela a Dios y otra al diablo» es el subtítulo del libro de Pedro Ontoso publicado por Ediciones Península, del que pasamos a reproducir parte de uno de sus capítulos, que habla de «El papel de los Jesuítas: el secuestro de Guibert, padre del rector de la Universidad de Deusto».

«Aquella tarde del 21 de marzo de 1983, José María Guibert se encontraba en Burgos, trabajando en un hospital como experiencia humana con la gente que sufre por exigencias del noviciado jesuita. Tenía veintiún años y todavía le faltaban otros treinta y uno para convertirse en rector de la Universidad de Deusto. Lo llamaron del noviciado de Valladolid de manera urgente: «Tu madre quiere verte». Se alarmó. Pronto le informaron de que su padre había desaparecido. La alarma se acrecentó. Su padre era el gerente de la empresa Laminados de Hierro Marcial Ucín, pionera de la industria guipuzcoana, y ETA había secuestrado ya a varios empresarios. Además, llevaba tres años recibiendo cartas de extorsión en las que se le exigía el denominado «impuesto revolucionario». Jesús Guibert Azcue había salido a primera hora de la mañana de su domicilio en San Sebastián y se había trasladado en su Opel Senator hasta la sede de la firma, ubicada en Azpeitia, unos cincuenta y dos kilómetros que recorría cada día. No llegó a entrar en su despacho. Dos pistoleros de los Comandos Autónomos Anticapitalistas (un apéndice de ETA) lo habían esperado en el parking de la planta y en su mismo coche lo trasladaron 180 con la biblia y la parabellum hasta una cueva cercana al monte Araunza, cerca de Errezil en la Guipúzcoa profunda. «Ya nos ha costado capturarte; si te pones nervioso, te pego un tiro», lo amenazaron. Era un secuestro en toda regla.

El joven aprendiz de jesuita cogió un tren y viajó hasta su casa, donde la familia vivió horas de incertidumbre. Los terroristas contactaron con ellos para exigir un rescate por su liberación. Jesús Guibert era militante del PNV y un hombre profundamente religioso, que había trasladado a su familia sus creencias. Ahora, sus allegados se enfrentaban a un dilema moral: para salvar la vida del patriarca había que pagar a los terroristas, que emplearían ese dinero para prolongar su estrategia violenta. Enseguida recibieron el apoyo de la Iglesia a través de monseñor Setién, obispo de San Sebastián, y de monseñor Uriarte, obispo auxiliar de Bilbao. Su domicilio, en la donostiarra calle Zubieta, se convirtió en una improvisa da capilla en la que cada día, a la una y media del mediodía, se celebraba una eucaristía con presencia de numerosos jesuitas. Al mismo tiempo, representantes de la familia realizaban gestiones para su liberación por vía de un intermediario que contactaba con el grupo escindido de ETA. Se ponía una vela a Dios y otra al diablo.

Eran los años del plomo. Mientras Guibert estaba secuestrado, ETA y los Comandos Autónomos Anticapitalistas mantuvieron su ofensiva de terror. El 25 de marzo, un comando de la banda tendió una emboscada a un convoy de la Policía Nacional en las proximidades de Oiartzun. Murió el cabo primero Ramón Ezequiel Martínez, padre de dos hijos de corta edad. En su funeral en el templo del Buen Pastor se vivieron momentos de gran tensión cuando se impidió el paso del féretro con la bandera española, tal y como estipulaba la normativa diocesana. Al término de la ceremonia resonaron gritos contra José María Setién. El oficiante recordó a Guibert y pidió a los cristianos que se movilizaran para detener la violencia «que está hundiendo a este pueblo». Al día siguiente, un artificiero de la Policía Nacional, Adriano Sotil Pelayo, falleció al explotarle la bomba que desactivaba, colocada por los Comandos Autónomos Anticapitalistas. En Madrid, un comando de ETA militar secuestró a Diego Prado y Colón de Carvajal, presidente del Banco Occidental de Descuento. Esta ofensiva era una pinza asfixiante.

Mil millones o 500 muertos

En aquellas fechas, el delegado del Gobierno era el socialista Ramón Jáuregui, valedor de la corriente de cristianos socialistas. Se reunió con la familia Guibert en su domicilio donostia-

rra. «No paguéis, fiaros de las fuerzas de seguridad», les aconsejó. Pero los terroristas apretaban: «Mil millones o quinientos por el cadáver». Aquello era muy fuerte. En casa se pasaban

el día llorando. Finalmente, las negociaciones fructificaron y hubo un principio de acuerdo. La familia hizo un movimiento bancario. Sacaron ciento cincuenta millones de pesetas. El Gobierno vasco les avisó: «Cuidado con lo que hacéis». Por fin llegó el día de la entrega del dinero, fijada para el 6 de abril.

Según datos inéditos hasta la fecha, de la casa de los Guibert salieron tres coches. El primero, para despistar a los efectivos de la Policía y de la Guardia Civil que vigilaban el domicilio, se dirigió a Bilbao y entró en el parking de El Corte Inglés, en la Gran Vía, donde fue interceptado por los agentes. Era un señuelo. El segundo tomó dirección hacia Francia y, según la versión oficial, la entrega se realizó en un punto entre San Juan de Luz y Biarritz. En realidad, el dinero viajaba en el tercer vehículo, que enfiló hacia la gasolinera del alto de Ariceta, muy cerca de San Sebastián, que fue donde se pagó el rescate.

Según los papeles incautados a la dirección de ETA, la familia abonó doscientos millones de pesetas.

Lo soltaron al día siguiente, al filo de la medianoche. Los secuestradores aprovecharon que jugaba la Real Sociedad contra el Hamburgo en un partido de Copa y había mucho tráfico en las carreteras que confluyen en San Sebastián. Lo sacaron de la cueva en volandas y a rastras, por lo que se hirió en un ojo con una rama. Le devolvieron la cartera y las llaves de casa y le pusieron un pasamontañas. Luego lo trasladaron en coche hasta el alto de Meagas, en las proximidades de Orio, y lo abandonaron en una cuneta de la carretera con una pequeña linterna. Antes de marchar, Guibert les dio la mano.

Al despedirse, les dijo: «Tenéis que dejarlo, siempre se puede hablar. Si queréis, nos podemos juntar en una sidrería de aquí, o en Logroño». Se refería a las Bodegas Olarra, en las que la firma Ucín tenía mayoría accionarial. Antes de que sus captores abandonaran la zona a toda velocidad, les insistió: «Vamos un día y hablamos, pero tenéis que dejar esto. De qué os sirve. Habéis estado pringados como yo en esta cueva húmeda». La relación con sus «cuidadores», jóvenes del valle por el acento tan peculiar, y el aislamiento en unas circunstancias tan dramáticas le habían producido lo que se conoce como «síndrome de Estocolmo». Días después diría que no les guardaba ningún rencor.

Guibert caminó un rato y, con la linterna, hizo unas señales a una pareja que se encontraba en el interior de un coche. Lo reconocieron: «Eres el del secuestro». Luego lo llevaron hasta San Sebastián. Abrió la puerta del portal sin que los ertzainas que hacían guardia en la calle lo identificaran. Tocó el timbre. La familia se estaba ya acostando y pensó que se trataba de alguna broma pesada. Eran ya cerca de las dos de la madrugada. Alguien abrió la puerta y Guibert apareció en el umbral sin grandes aspavientos. «¡Que ha venido!», gritó ese alguien. El hombre se fue directamente al baño y se duchó. Luego habló con su familia de manera relajada mientras se comía una cuajada, un postre muy vasco. Le sentó mal porque estaba muy fría y tenía el estómago débil. Por esa razón se retrasó la rueda de prensa veinticuatro horas. Se aprovechó para que el médico oculista de la familia, el doctor Muñoa, le revisara la herida delojo, de donde le sacó un trocito de madera.

Cuarenta y ocho horas después, padre e hijo pasaron muy cerca de la cueva donde el primero estuvo secuestrado, pero no entraron. Lo hicieron cuatro meses después. Estaba entre Azpeitia y Errezil, debajo del Hernio, un monte sagrado para los vascos. A la cumbre de este enclave mítico, rematada por una gran cruz, se llega por un calvario, toda una metáfora para lo que estaba ocurriendo unos kilómetros más abajo.

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