Salvador Sostres

Nos haremos daño

«Prendrem mal» es la expresión catalana para decir que nos haremos daño: el 1-O ha sido un golpe de Estado

El editor de «La Vanguardia», Javier Godó, conde de Godó y Grande de España, fue quien peor despertó en Cataluña del discurso de Su Majestad el Rey y el miércoles por la mañana organizó una reunión con sus personas de máxima confianza para expresarles su desasosiego.

Màrius Carol, el director del periódico y el primer corresponsal que «La Vanguardia» nombró para la Casa Real, realizó en RAC1, la radio del grupo, unas declaraciones insólitamente duras contra lo que había dicho Felipe VI. Godó y «La Vanguardia» han vivido siempre de esta tensión, compareciendo como los mediadores entre Cataluña y el Estado cuando lo que en realidad han hecho desde la recuperación de la democracia es cobrar de un bando y del otro, manteniendo siempre vivo el conflicto para asegurarse las ganancias, aunque siempre dentro de un orden para que el conflicto no se volviera drama y les sobrepasara.

El discurso del Rey supuso el fin del enjuague y clausuró en seis minutos el viejo y cuantioso negocio -uno de los más prósperos de la Cataluña autonómica- de las hienas que azuzan a los osos para que se peleen y poderse beber la sangre. El desconsuelo de Godó duró lo que duró la airada intervención radiofónica de su director y a continuación se puso manos a la obra: todos sus medios de comunicación -«La Vanguardia», RAC1 y 8tv- bajaron inmediatamente el tono secesionista y abandonaron cualquier coqueteo con la DUI para tajantemente desaconsejarla.

Hasta Pilar Rahola está cantando estos días la gallina, porque una cosa son sus fiestas veraniegas y otra quién le paga. La única víctima -tal como la carga policial solo causó un hospitalizado- ha sido Quico Sallés, el periodista que mejores fuentes y mejor información tiene en el mundo independentista y el que más exclusivas ha publicado en estos años. Sallés tuvo la ocurrencia de aparecer en un programa de TV3 con el tricornio de la Guardia Civil, a Godó le pareció inadmisible y decidió fulminarle contra el consejo de todos sus colaboradores y de su hijo y heredero Carlos. Eso sí, para ahorrarse un levantamiento popular contra el cese de un independentista, los modos han sido exquisitos y «La Vanguardia», a través del director de su edición digital, Jordi Juan, se preocupó de buscarle a Quico un nuevo trabajo antes de oficialmente cesarle.

La Cataluña oficial nunca fue independentista pero usaba el independentismo para meterle miedo a Madrid y facturarle todo lo que podía con la excusa de lo caro que era contenerlo. Y tras tantos años de gritar que venía el lobo, ahora que el lobo ha llegado, no ha comparecido Madrid sino el Estado, en la figura de su primer representante, expulsando a los mercaderes del templo y proclamando el imperio de la Ley, con todos sus atributos y todas sus consecuencias.

«Prendrem mal» es la expresión que tenemos en catalán para decir que nos haremos daño. Los que dicen que el Rey asumió el discurso del Gobierno no pueden estar más equivocados: Su Majestad le marcó el camino al Gobierno con un discurso mucho más severo e inequívoco que el del presidente Rajoy, y comparable por su importancia y circunstancias al que pronunció Juan Carlos I el 23F.

Lo de Cataluña ha dejado de ser, para España, un problema, un conflicto, una cuestión, un entendimiento, una conllevancia o un encaje para pasar a tener la consideración de golpe de Estado. Los manteros del «diálogo» han tirado de la sábana y corren que se las pelan huyendo de la realidad en su hora más amarga. Las empresas han reaccionado. Los dos principales bancos se han marchado, también Gas Natural, entre otros tantos.

Una España alicaída, acomplejada, decepcionada de su Gobierno por la tranquilidad con que el independentismo pudo abrir los colegios electorales el 1 de octubre con sus urnas y sus papeletas y abrumada por el poderío callejero del independentismo, que ni la Guardia Civil a porrazos pudo sofocar, resurgió con el mensaje de su Rey en el momento que más lo necesitaba.

Cuando alguien vuelva a preguntarse de qué sirve la Monarquía tendrá que recordar el martes. Concretamente en Cataluña, el Rey infundió un ánimo providencial para que las empresas pudieran dar el paso de proteger sus intereses superando la intimidación independentista y para que los que se sienten también españoles dejaran de esconderse y empezaran a levantarse sabiendo que el Estado está con ellos, les quiere, les protege y les avala.

También para que los que especulaban con seguir viviendo de chulear a España en nombre de una supuesta protección que sólo era cinismo recaudatorio entendieran que se ha acabado el tiempo de empatar con la nada, que el orden y la Ley están de vuelta, que cualquiera que se interponga en el sin duda difícil camino por restablecerlos va a ser considerado no más que un delincuente y que el sistema de interlocutores y de lealtades será minuciosamente revisado cuando cesen los alborotos, porque en este proceso independentista hay muchos aspectos discutibles, pero no el irrefutable y escandaloso hecho de que sin el tacticismo, la cobertura, el compadreo y el patrocinio de los supuestos amigos catalanes del Estado nunca los independentistas hubieran podido ni se hubieran atrevido a llevar tan lejos su desafío.

Nos haremos daño

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