Gregorio Luri: «En España no hay partidos de derechas»
El autor de «La imaginación conservadora» echa en falta a «esos partidos que intentan conservar un legado común»
Maestro de profesión y Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona, Gregorio Luri (Azagra, Navarra, 1955) acaba de sumar a su bibliografía «La imaginación conservadora» (Ariel), una «defensa apasionada», como indica en el subtítulo del libro, «de las ideas que han hecho del mundo un lugar mejor». Luri echa en falta a «esos partidos que intentan conservar un legado común» y critica que los alumnos salen de las escuelas «con un desconocimiento bastante escandaloso de nuestra propia historia». «Eso no parece que sea propio de una mentalidad conservadora».
¿Qué es ser conservador?
Lo planteo de dos maneras. Una es ser moderno, pero no solo eso. Tiene la intención de dar densidad al presente, en ese «no solo» se juega su singularidad. Pero también es no tener la intención de irse de este mundo sin pagar. El conservador no entiende la sociedad en la que vive como un hotel en el que tiene derecho a ser atendido de primera categoría sin verse obligado a corresponder a esa atención. Yo quiero irme habiendo pagado las facturas del hotel.
¿Hay miedo a definirse como conservador?
Esa es una singularidad de España, no del conservadurismo. No ocurre en otros países en los que el conservador es una figura más de la vida política. El hecho de que nos cueste tanto autodefinirnos como conservadores algo quiere decir de España.
¿Y qué cree que lo causa?
Aunque hemos tenido grandes pensadores conservadores, no han formado una escuela de pensamiento ni han tenido una continuidad por varias razones. Además, la propia historia del conservadurismo en España acaba mal. Acaba mal con Cánovas, asesinado, con Maura, con Dato, también asesinado, y acaba fatal con la Guerra Civil. El franquismo hace una usurpación de una serie de nombres para construir un pensamiento muy extraño. En esa usurpación utiliza lo que encuentra a mano para construir una imagen de la España imperial y eterna, pero los que hemos venido después no hemos sido capaces de diferenciar al pensador de la apropiación franquista. Si a Vázquez de Mella, Donoso, Menéndez Pelayo o Maeztu los seguimos considerando pensadores franquistas, lo único que estamos haciendo es legitimar esa usurpación.
¿Cuál es su valoración de la situación política en la derecha española?
Yo creo que en España no hay partidos de derechas. Bueno, Vox un poco, aunque aún queda por ver de forma clara cuál es su ideología. Si miras los hechos de Mariano Rajoy, no parece que tuviese más aversión al déficit que la que tenían los socialdemócratas. Quizás estos últimos tienen una menor aversión, pero no hay apenas diferencia. No parece, por mucho que se diga, que haya dentro del PP unas tentaciones de crear una alternativa real a la escuela de la LOGSE. En los partidos conservadores españoles hay un intento, como en el conjunto de la clase política de nuestro país, de ver por dónde van las mentalidades de la gente para sintonizar con ellos sus propuestas. Los partidos han dejado de ser un elemento educador de la sociedad para pasar a ir detrás de ella.
Usted lleva 40 años viviendo en Cataluña. ¿Cómo cree que se está gestionando la crisis soberanista?
La grave situación de Cataluña es una situación interna. La fractura es tan grave que lo que unos consideran sagrado, los otros lo consideran ridículo. ¿Dónde está el término medio? Cuando las situaciones se plantean así, el término medio desaparece. No existe un campo, hoy por hoy, en el que sea posible un encuentro. Eso no quiere decir que la historia no siga evolucionando y que no nos depare sorpresas, pero era Maquiavelo el que decía que si mantienes mucho tiempo el sitio de una ciudad, corres el riesgo de enfrentarte a imponderables. Un imponderable acaba de aparecer dentro del campo independentista con la huelga general que tenían prevista y que han tenido que suspender porque su seguimiento iba a ser anecdótico. Lo que sí que creo es que no nos queda otro remedio que intentar dejar pasar el tiempo sin incrementar tensiones, y quiero creer que esa es la intención de Pedro Sánchez. Me parece que soy de los pocos que quieren creerlo. No lo conozco, no tengo ninguna posibilidad de saber qué pasa por su cabeza, pero quiero creer que está intentando dejar pasar el tiempo para ver si se apagan tensiones. Desde luego, con el actual presidente de la Generalitat o el expresidente en el exilio va a necesitar dosis elefantinas de paciencia.
¿Qué papel juega la religión dentro de la mentalidad conservadora?
El que quiera cada uno. No veo por qué no se puede ser conservador y ateo. Lo que no serás es antirreligioso, porque además esas posturas acaban asumiendo posiciones muy ridículas. Ahora mismo, en la Gran Vía de Madrid, el Ayuntamiento promociona el Año Nuevo Chino, y está muy bien. ¿Pero por qué no hay complejos a la hora de celebrar la iconografía tradicional china y, sin embargo, a la hora de celebrar la Navidad, tenemos tantos complejos con sus imágenes de tradición cristiana? De nuevo es un problema específico nuestro, pero es absurdo. Es una actitud pueblerina.
En su libro menciona un matiz importante para usted, y es que la innovación no es necesariamente progreso.
Severo Catalina, una figura conservadora relevante, decía que progresar no es correr, sino ascender. Esa es la clave. La innovación no es progreso porque estamos metidos en una especie de bucle en el cual las innovaciones van mucho más rápidas que nuestra capacidad para pensarlas. Y por lo tanto, no podemos ni tan siquiera aventurar cuándo en una innovación se está aventurando una catástrofe. Puede ser que sí o que no, pero es un fenómeno nuevo. Por eso no es extraño que el pensamiento distópico sea paralelo al triunfo del innovacionismo. Nunca una sociedad había imaginado tantos tiempos futuros desastrosos como la nuestra. Y hemos tenido experiencias terribles como, por ejemplo, Chernóbil y Fukushima, que nos permiten pensar que no necesariamente lo nuevo, por ser nuevo, es sinónimo de bueno.
Otra cosa que defiende es que un conservador no debe ser un reaccionario.
Es que no tiene nada que ver. El reaccionario es aquel que vive con melancolía el pasado, que quisiera regresar a él, recuperarlo, y eso es absurdo, de la misma manera que el progresista es aquel que está siempre intentando anticipar el futuro. Para darle densidad al presente, el conservador necesita esperanzas respecto al futuro. También necesita una reconciliación con su propio pasado y asumir algo muy elemental: que habitamos mundos de segunda mano. Los que estuvieron antes de nosotros tienen un cierto derecho sobre las cosas que nos han legado, como lo tienen sobre las cosas que poseemos o que hemos heredado nosotros los que nos sucederán. Esa es una de las esencias del conservadurismo.
¿Y el tradicional votante de izquierdas apuesta cada vez más por formaciones que podríamos llamar «reaccionarias»?
En estos momentos no hay fuerzas reaccionarias en Europa, más allá del islamismo. Es una fuerza claramente reaccionaria que intenta recuperar la sharía, la legislación islámica, como una forma de Gobierno. ¿Cuál es la otra fuerza reaccionaria? ¿El Frente de Le Pen en Francia? No es especialmente progresista, pero reaccionaria... Conociendo lo que han sido los grandes pensadores reaccionarios franceses, me parece un esquema que no se aplica bien a Le Pen. Lo que sí que es llamativo desde un punto de vista teórico es el hecho de que el primer partido obrero de Francia sea hoy el de Le Pen. Hay dos posibilidades al respecto: o despreciar a los votantes que tanto nos gustaría que nos votaran a nosotros, una actitud muy poco democrática, o bien intentar por todos los medios exacerbar sus defectos para intentar convencer al electorado de que no los vote. Pero a la hora de la verdad, el elector siempre vota con argumentos que podemos no compartir y que suelen considerar más al colectivo al que pertenecen que a su interés individual. Igual los partidos de izquierdas tienen que hacer una reflexión. Son fenómenos con los que no se gana insultándolos y que hay que tratar de comprender.
En su libro critica la idea de «sociedad abierta».
Ninguna sociedad puede ser una sociedad abierta porque el reto de la política, tal como la concibe un conservador, es lo que aparece en el escudo de Estados Unidos: «E pluribus unum», cómo hacemos de una pluralidad una unidad. Si no hay una unidad que sostenga la posibilidad de la pluralidad, todo se nos desmorona. Para que se garantice, la sociedad deberá ser porosa, no abierta. Habrá que admitir toda la diversidad que pueda soportar el «unum», pero no más. Sin el sentimiento de copertenencia se desmoronaría también la diversidad.
Menciona también que la indignación del pueblo suele acabar en regímenes antidemocráticos.
Planteo que la indignación es un sentimiento que se vive con tanta intensidad que siempre nos parece sincero, pero eso no significa que esté soportado en buenas razones. Diderot defiende en la Enciclopedia francesa que la indignación es un sentimiento que la naturaleza ha puesto en la ciudadanía. Sin duda es una fuerza política, pero el peligro es que la intensidad de la vivencia te lleva a confundir la razón, la lógica. El pueblo indignado acaba sucumbiendo en el entusiasmo de su propia movilización. Con frecuencia, ese entusiasmo se gestiona de de manera asamblearia, pero el propio cansancio de los procedimientos le abre las puertas a un dictador que solucione los problemas que te provoca la gestión de tu indignación.
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