Felipe González: es el tiempo de la reforma para responder a los nuevos desafíos
Las dificultades para el entendimiento en las reformas necesarias no pueden ser ni de lejos superiores a las que nos encontramos
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En una España con una memoria histórica frágil, volver a traer a la actualidad el pacto constitucional y el texto es un ejercicio de responsabilidad, aunque solo fuera para ser conscientes de que es la Carta Magna que más ha durado en nuestra historia contemporánea. Es un momento, para muchos de nosotros, de celebración, al tiempo que ejercitamos nuestra memoria; es la primera vez en la historia que lo que algunos llaman las dos Españas se pusieron de acuerdo en un pacto para regular nuestra convivencia en paz y en libertad.
Esta Constitución, fruto del consenso, basada en un sistema garantista, sentó las bases de un Estado Social y Democrático de Derecho. Con ella como guía, pasamos de ser un país fuertemente centralizado a una descentralización política de tanto alcance como las estructuras federales de otros Estados europeos. Con su impulso, modernizamos España, creamos los cimientos de una sociedad del bienestar, nos integramos en Europa, cediendo soberanía para compartirla con los demás, rompimos con el aislamiento y nos abrimos al mundo, especialmente a América Latina y al Mediterráneo.
España cambió profundamente: reconoció y garantizó el pluralismo político que define las diferentes alternativas que pueden convivir en la democracia y aceptó la diversidad de los pueblos que integran ese espacio público compartido que llamamos España.
El saldo de esta vivencia histórica ha sido y es extraordinariamente positivo para España, pero la Constitución, garante y guía de todos estos avances, no puede convertirse en un marco rígido e inamovible. El espíritu de reforma, de compromiso y de consenso debe ser recuperado para hacer frente a los elementos de crisis que estamos viviendo. Y también para debatir sobre el futuro y adaptar nuestro marco constitucional a los nuevos desafíos.
La reflexión se hace compleja atrapados, como estamos, entre actitudes muy polarizadas que van desde las posiciones inmovilistas a las liquidacionistas. El espacio de centralidad que define una voluntad permanente de reforma y pacto se ha achicado extraordinariamente.
No es un fenómeno nuevo en nuestra historia. Hemos agotado constituciones para sustituirlas por otras de signo contrario. Incluso, en la vigencia de la actual, ha ido creciendo la resistencia a encarar reformas precisas que acondicionaran nuestro marco constitucional a los cambios que se producían en nuestra sociedad o en el entorno en el que nos integramos, en la Unión Europea.
La ley fundamental de Bonn ha sido reformada muchas veces durante su vigencia, por poner un solo ejemplo, de los múltiples que podríamos emplear, teniendo en cuenta que fue una de las fuentes de inspiración de nuestro pacto constitucional.
Iniciamos hace 40 años un proceso de descentralización política sin parangón en nuestra historia y en ese proceso teníamos la ambición de reconocer la diversidad de sentimientos de pertenencia y la mayor eficacia al servicio de los ciudadanos acercando la administración a los administrados.
La descentralización ha sido política y ha dado frutos positivos porque la mayoría defendíamos y defendemos que no se cuestionaba la territorialidad y la soberanía de todos los españoles para decidir su propio futuro. Algunos, sin embargo, han entendido la descentralización como una centrifugación del poder, rompiendo las lealtades institucionales básicas y creando un sin número de tensiones que nos lleva hoy a hablar de la crisis territorial. En el fondo, se está cuestionando la soberanía de todos en el espacio público que compartimos intentando trocearla sin ningún sentido histórico y práctico para la convivencia. Este fenómeno se agudiza a partir de la crisis que comienza en 2008 a nivel mundial. La desafección por el crecimiento de las desigualdades ha sido un buen caldo de cultivo para los planteamientos irredentistas que llevaron a Europa a dos desastres bélicos en el siglo XX.
Los inmovilistas, entre los que se encuentran algunos que ya se opusieron, en su momento, al consenso constitucional, a la definición de España como Estado Social y democrático de derecho o a la descentralización que reconocía nuestra diversidad, defienden su posición como si se tratara de preservar «las tablas de la Ley». Argumentan que no se dan las condiciones para recrear los consensos que hicieron posible la aprobación de la Carta Magna hace 40 años y entre los que no quieren tocar el texto constitucional también los hay que, de buena fe, piensan que es mejor interpretar de manera tan flexible como si fuera de plastilina el texto actual que intentar su reforma.
Frente a estos, se sitúan los liquidacionistas. Aquellos que hablan del régimen del 78 con la intención de descalificarlo sin darse cuenta en que hacen un favor a esa inmensa mayoría de ciudadanos que creyeron que la reforma, el pacto y la reconciliación entre los españoles estaban abriendo un régimen nuevo que nos permitiera vivir en paz y en libertad.
Son todos los que se cuestionan la legitimidad originaria de la Carta Magna por razones distintas, pero que convergen en su afán de liquidar la mejor experiencia histórica que ha vivido la sociedad española, al menos desde la Constitución de 1812.
Es obvio que no comparto ninguna de estas dos posiciones, porque las dificultades para el entendimiento en las reformas necesarias no pueden ser, ni de lejos, superiores a las que nos encontramos para superar los anteriores 40 años de nuestra historia: Golpe de estado, Guerra Civil, Dictadura represiva, aplastamiento de la pluralidad y de la diversidad de España.
En broma pero en serio, me gustaría que repasaran desde el primero al último todos los artículos de la Constitución Española. Sería un buen procedimiento para que tuvieran conocimiento de lo que quieren liquidar y porque, si la analizan comparativamente, con los países de la Unión Europea, de la que formamos parte, con las que aprobaron antes o después que la nuestra, la Constitución del 78 sale muy bien parada.
Es claro que hay que reformar aspectos de la Constitución, como su título octavo, preservando la integridad y la soberanía. Hay que incluir en nuestro texto nuestra pertenencia a la Unión Europea, con todas sus implicaciones, entre otras cosas.
Pero, sobre todo, quiero apelar a una visión reformista para situar nuestro debate en el futuro de la sociedad digitalizada que revoluciona la comunicación entre los seres humanos. De la sociedad de la inteligencia artificial, de la sociedad de la revolución biotecnológica, de esa sociedad cuyo futuro ya está aquí, que necesitará un marco distinto, nuevo, de derechos y obligaciones para todos. Más allá de mi edad, tenemos la obligación de afrontar las reformas para garantizar otras tres o cuatro décadas de convivencia en paz, en libertad y en desarrollo.
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