Luis Herrero - PINCHO DE TORTILLA Y CAÑA

El fin del espejismo

«¿No formaba parte de la obligación de Rajoy haber calibrado mejor el riesgo de que su apuesta por la debilidad del adversario, nos trajera hasta aquí?»

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en el Consejo de Ministros de ayer EFE

LUIS HERRERO

Durante el poco tiempo que duró el espejismo de la rendición de «Puchi» tuve la tentación de rendir el juicio y ser indulgente con la parsimonia del Gobierno. Mis convicciones se tambalearon. Yo siempre había creído que la determinación de los independentistas era insobornable. No tenía ninguna duda de que iban en serio. La secuencia de los acontecimientos era inequívoca. Primero Artur Mas le cedió el testigo de la Generalitat al alcalde más doctrinario de su partido. Después el Parlament aprobó eso que dimos en llamar remilgadamente «la hoja de ruta» hacia el desastre. Luego, los consellers dubitativos fueron arrojados por la borda y sustituidos por bizarros acólitos de toda confianza. A continuación se aprobaron las leyes sediciosas del referéndum y la transitoriedad. Y finalmente sobrevino la machada del 1 de octubre.

El procés iba quemando etapas sucesivas sin apartarse de su Viaje a Ítaca -en versión Lluis Llach -, tan atado al mástil de la estelada como lo estaba Ulises al palo mayor de su nave cuando bordeó la Isla de las Sirenas. Las advertencias que llegaban desde el Consejo de Ministros, el Tribunal Constitucional, la Fiscalía General del Estado o la Audiencia Nacional les entraban por un oído y les salían por el otro. ¿Qué más hacía falta para que Rajoy se diera cuenta de que las tropas amotinadas, visiblemente pertrechadas con arietes y torres de asalto, estaban cada vez más cerca del portón de la fortaleza del Estado? Si no se les frenaba en seco, el asalto sería irremediable y el precio de la defensa se tornaría sangriento. Cuanto más cerca se está de las murallas, dejó dicho Sun Tzu, más cruda se vuelve la batalla.

Mis miedos, sin embargo, siempre merecían la misma respuesta gubernamental: no es determinación insobornable lo que mueve a los independentistas. Su actitud sólo esconde impostura fanfarrona. Antes del choque, claudicarán. Yo escuchaba el diagnóstico y después de ponderarlo llevaba el índice a la sien y lo hacía girar en señal de chifladura. Por eso me quedé de piedra durante el par de horas que duró el frenazo y marcha atrás de Puigdemont. ¿Sería verdad que el Gobierno estaba en lo cierto y que su inacción respondía al certero convencimiento de que los porteadores de la DUI jugaban de farol? ¿Había desenmascarado el estadista paciente a unos simples bravucones de ladrido inofensivo?

«Las imágenes de ese momento infernal de la españolidad, y sobre todo la inquietud por el efecto que pueden acarrear las contramedidas aprobadas por el Senado, han llenado de desazón a millones de ciudadanos»

Aunque me fastidiaba tener que reconocerme como un estúpido alarmista incapaz de distinguir lo aparente de lo verdadero, en el fondo me alegraba de haberme equivocado. El interés general puede más que el placer de la autoestima. Incluso estaba dispuesto a cumplir la penitencia de hablar bien de Rajoy. A cada uno, lo suyo. Luego Puigdemont hizo la infame pirueta de arrepentirse de su arrepentimiento y el efímero gozo por el triunfo de la sensatez acabó en el pozo negro que la peor de todas las pestes -como llamó Stefan Zweig al nacionalismo- lleva cavando en Cataluña durante tantos años.

Ayer, a las tres y veintisiete minutos de la tarde, el Parlament proclamó la república catalana tras una votación que tuvo de secreta lo que tiene de posverdad llamar astucia a la cobardía. Las imágenes de ese momento infernal de la españolidad, y sobre todo la inquietud por el efecto que pueden acarrear las contramedidas aprobadas por el Senado, han llenado de desazón a millones de ciudadanos. ¿No formaba parte de la obligación de Rajoy haber calibrado mejor el riesgo de que su apuesta por la debilidad del adversario -por mucho que fuera mayor de lo que algunos habíamos percibido-, nos trajera hasta aquí? Pincho de tortilla y caña a que si hoy mirara a su alrededor, la cara se le caería de vergüenza.

El fin del espejismo

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