Luis Herrero - PINCHO DE TORTILLA Y CAÑA

Un camaleón en La Moncloa

La vicepresidenta, esta semana en el Congreso Efe

LUIS HERRERO

El caso es que a esta semana que ha doblado el cabo de febrero le cabe el dudoso honor de h abernos recordado que el Gobierno de Rajoy puede tener la misma capacidad acomodaticia que Woody Allen le atribuyó a Leonard Zelig en su película Leonard The Lizard, basada en un relato de Scott Fitgerald sobre un hombre que conoció en una fiesta. Lizard significa camaleón. Zelig era un tipo extraño que, en el Nueva York de los felices 20, fascinó a la opinión pública por su capacidad sobrenatural de transformarse físicamente en las personas que lo rodeaban . Podía ser Hitler, Lindberg, Al Capone, James Cagney o Pío XI. Al Gobierno le sucede algo parecido en materia de política catalana. Repasemos.

El lunes, el banderín del diálogo que empuña Soraya fue sustituido – ausente Rajoy del comité de dirección del PP – por el escudo de armas de Cospedal, más proclive a enseñar los dientes que a sacar la lengua. Pablo Casado subió el listón declarativo y le adjudicó a la Generalitat resabios xenófobos y totalitarios.

Medidas coercitivas

El martes fue el día de las flamígeras respuestas de los independentistas. Por la mañana, Puigdemont le mostró a los cónsules europeos unos mapas del «prusés» sin vías de escape y por la tarde la Cumbre del Referéndum amagó con adelantar la fecha del «día D» al mes de mayo.

Luego vino el miércoles de la sesión de control. Soraya y Tardá se las tuvieron tiesas. Moncloa filtró que el Gobierno, al fin, había parido un plan de medidas coercitivas para frenar el desvarío . Todo parecía indicar que la Operación Diálogo se había ido a pudrir malvas y le cedía el paso a la Operación Precinto.

El jueves amaneció oscuro, casi bruno. Mientras la Guardia Civil ponía patas arriba el puerto y el Ayuntamiento de Barcelona, siguiendo las migas de pan del tres por ciento , la Generalitat denunciaba un plan del Gobierno para denigrar a Cataluña y, de rondón, daba a conocer que ya estaba en disposición de cobrar todos los impuestos a partir de julio sin pasar por el fielato de la Hacienda española. Tras el aviso del ex senador Vidal sobre los datos indebidamente robados por la cuadrilla de Puigdemont para elaborar un censo propio, era el segundo aviso en pocos días de que no estamos ante una batalla de baladronadas. Los de allí no sólo cacarean, también ponen huevos. Los de aquí, en esa materia, parecen más capones que camperos. Aunque el ministro Catalá parecía despistado y aún hablaba por la mañana en Radio Nacional del artículo 155, poco más tarde el ministro Zoido negaba la existencia del plan coercitivo anunciado cuarenta y ocho horas antes y capitaneaba el regreso a la guantería de seda.

Ayer viernes, en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, Méndez de Vigo trató de hacerle el boca a boca a la Operación Diálogo, en un ejercicio más propio de un chamán que de portavoz de un Gobierno despistado. La política de componendas está más tiesa que la mojama y no va a resucitar ni aunque la mano tendida de Soraya sea reemplazada por el brazo incorrupto de Santa Teresa.

Pincho de tortilla y caña a que el lunes que viene, mientras las esteladas rodeen el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y sus portadores, cirineos de un Artur Mas con visaje de eccehomo , vuelvan a bramar contra la España que nos odia, el Gobierno volverá a dar un volantazo hacia el discurso de la firmeza. Zelig volverá a hacer de las suyas.

Síndrome del espejo

El problema de Zelig es que, al final de la película, Mía Farrow descubre la causa de la habilidad cambiadiza de su paciente: un extremo caso de inseguridad que le lleva a camuflarse entre las personas, adaptando su apariencia para poder ser aceptado. Creo que a esa enfermedad se la conoce como el síndrome del espejo. En política no es una enfermedad frecuente. Allí los espejos no se utilizan para verse como los demás, sino más guapos que el resto. La inseguridad, en el Gobierno, suele aparecer cuando uno no sabe qué hacer. Y entonces se convierte, como decía Descartes, en un triste y miserable refugio contra el error.

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