Manuel Marín

Blanquear el fracaso

Manuel Marín

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Llega la hora de maximizar riesgos. La última oferta del PSOE antes de votar hoy fue sustituir a Albert Rivera como escudero de abstenciones por los alcaldes de Podemos. Que Carmena o «Kichi» convenzan a Iglesias de la necesidad de arrojar cal viva sobre sus ofensas y cambiar las soflamas de fábrica manchesteriana por escaños para Pedro Sánchez. Ceder para ceñir el cordón sanitario contra el PP porque tanta humillación al PSOE no termina de arraigar en sectores «posibilistas» de Podemos. Pero menos aún, en concejales populistas que temen un corte abrupto en sus mandatos si Sánchez no gobierna. Con las cosas de comer, como con los bastones de mando, los sillones y el amiguismo, no se juega. Es la insustituible pulsión del poder.

Pero Iglesias, que debía ordenar sus prioridades entre hundir al PP o desintegrar al PSOE, ha optado a priori por lo segundo porque en su cálculo de probabilidades ha surgido una variable alternativa. Reducir al PSOE a tercera fuerza por primera vez en democracia puede complementarse con la carambola de un desgaste añadido a Ciudadanos. Si el electorado más conservador de Rivera -6 de cada diez, calcula el PP- no percibe en él a un valiente regenerador, sino a un oportunista no fiable inclinado por el bando incorrecto, tendrá un problema en las urnas. En este caso, la continuidad o no de Sánchez será el menor de los problemas para el PSOE: la supervivencia del partido, y no su liderazgo, será lo que quede en juego. Iglesias no lleva malas cartas.

De momento, y a expensas de que la votación de hoy pueda cambiar todo, se fragua una operación de «blanqueo» preventivo del fracaso socialista, abonando la idílica percepción de que al PSOE y a Ciudadanos les bastaba con el arrojo de intentarlo para blindar sus méritos. La parálisis institucional es un divertimento para cronistas hastiados de aquel hemiciclo adormecido con el pulso grisáceo y anodino de las mayorías absolutas. Pero la tozudez del bloqueo persiste. Hasta ahora, Sánchez ha sido ese equipo simpaticote de Segunda capaz de alcanzar una final para malograrla en el último segundo. La épica del logro, la afición orgullosa, el elogio de la humildad, el juego vibrante, los méritos, el ardor de la impotencia… Pero la vitrina, vacía. Ni el tacticismo ni la imagen prefabricada de victorias que no existen garantizan investiduras. Calibrar hoy el grado de desgaste de cada uno, Rajoy incluido, es imposible. Pero maquillar derrotas aritméticas como si fueran triunfos emocionales forma parte de la deconstrucción de la «nueva política» frente a esos viejos hábitos de los partidos, en los que descuartizar al derrotado era una rutina irrelevante. Perder no es ganar. Ni en la nueva, ni en la vieja política. Conviene, como dice Rivera, venir ya llorados.

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