Salvador Sostres

La amargura y el olvido

Dos líderes significativos de la política española decidieron marcharse y nos hablan desde una rabia contra todo como si fuéramos los culpables de su mal paso

Salvador Sostres

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Dos líderes significativos de la política española decidieron en su día marcharse y con el tiempo se han ido arrepintiendo de su decisión y nos hablan desde una rabia contra todo como si fuéramos los culpables de su mal paso. Aznar, que no sabía cómo echar a Felipe, se inventó lo de la limitación de mandatos; y desde que le tocó asumir su promesa está enfadado, todo le parece mal, y se ha situado él sólo en un extremo que desde luego no es el que le llevó a unir a la derecha desde el centro, parar ganar en 1996, ni el del estadista razonable, pragmático y brillante que consiguió con mayoría absoluta su segundo mandato.

También Artur Mas decidió marcharse en enero y claudicar ante la CUP, porque el «derecho a decidir» que tanto le reclama a España no quiso concedérselo a los catalanes por un miedo insólito a la democracia, y a que Oriol Junqueras le ganara. Mas, como Aznar, se ha convertido en un resentido antipático, y pasea su amargura por el alambre del olvido.

De un lado, el presidente Puigdemont, con sus formas más amables, ha relajado el ambiente de la política catalana, se ha visto con Rajoy y ha recuperado algunos de los puentes de entendimiento que Mas dinamitó.

Del otro, Oriol Junqueras ha entendido mejor que nadie la nueva centralidad de la política catalana, ha abierto su partido a otras sensibilidades –como la liberal y la católica que él mismo encarna– y poco a poco va asumiendo, sin que se note el cuidado, la interlocución con el Estado que tradicionalmente ostentó CiU, para tener su posición tomada cuando más temprano que tarde el proceso naufrague y los oportunistas del independentismo vuelvan a hacer cola en cualquier supermercado.

Aznar y Mas, cada vez más desdibujados, irrelevantes y desquiciados, amagan desde el rincón con un regreso que sólo desean su minoría de fanáticos, mientras la realidad va hallando su modo de acomodarse, como siempre en el centro y huyendo de la retórica estéril de los amargados.

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