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Legalidad y legitimidad

La judicialización de la política no contribuye, no puede contribuir, a vigorizar el debate dentro de una democracia. Sirve para otras cosas, no para esa

El ministro de Sanidad, Salvador Illa (i) y el director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón (d) durante la rueda de prensa en la Moncloa este viernes EFE

Álvaro Delgado-Gal

Un asunto que no se discute en un idioma comprensible por todos queda sustraído, por definición, al tipo de control democrático que vinculamos a la opinión. Esto, a veces, es inevitable. Consideremos una disputa en sede judicial, con la Administración a un lado, y la acusación particular al otro. ¿Rechazaremos que una y otra parte expongan el caso ajustándose a criterios forenses? No, claro que no.

Esos criterios resultarán de obligada aplicación mientras el Estado de Derecho sea eso, un Estado de Derecho. Pero lo que salga del pulso entre la acusación y la defensa no transmitirá sensaciones claras a un ingeniero agrícola, un bombero o un vigilante de fincas urbanas. Por eso la judicialización de la política no contribuye , no puede contribuir, a vigorizar el debate dentro de una democracia. Sirve para otras cosas, no para esa.

Viene ello a cuento de las investigaciones que se están realizando con motivo del 8-M. El delegado del gobierno en Madrid terminará o no terminará empapelado con tales y cuales cargos. La figura penal que algunos quieren enjaretarle prosperará o no prosperará en los tribunales.

Sobre tales extremos carece de competencia el ciudadano de a pie, cuya relación con la democracia se desenvuelve en otro plano: el del sentido común, esto es, el de la modesta, cotidiana razón, que se aprende y ejercita fuera de las facultades de Derecho.

Bien, voy a hablarles como el ciudadano corriente y moliente, el páparo en materia de leyes, que efectivamente soy. Sumando dos más dos, he concluido por convencerme de dos cosas. La primera, es que el Gobierno convocó la manifestación a sabiendas de que esta comportaba riesgos . No necesito leer el informe de la Guardia Civil, o los contrainformes del ministerio de Sanidad, para mantenerme en esa opinión. La afirmación oficial de que se había constatado el peligro pandémico justo después de que se disolviera la manifestación, es definitiva. Se trata de una alegación tan infantilmente burda, de un embeleco de calibre tan grueso, que todo lo demás sobra.

Estoy persuadido, igualmente, de que Fernando Simón ha faltado a la verdad. Unos cuatro o cinco días antes del 8, durante una entrevista por la radio, le oí decir que la política sanitaria más eficaz contra la pandemia había sido la puesta en práctica por el gobierno de Pekín. Por desgracia, añadió, no era posible hacer en Europa lo que se había hecho en China. Simón advirtió en ese momento que se había ido de la lengua, y sacó el pie del charco como pudo.

Dos días después declararía, como es notorio, que si su hijo le preguntara si podía o no asistir a la manifestación, le contestaría que hiciese lo que quisiera. A partir de entonces, el portavoz del Ministerio de Sanidad dejó de parecerme creíble , y ya no pude escuchar una sola palabra suya sin encerrarla entre paréntesis cautelares.

Suele confundirse la legalidad con la legitimidad. Pero no son lo mismo. Mientras que la ley no castiga al acusado que miente en orden a defenderse en un juicio, nosotros esperamos de un Gobierno que sea veraz, incluso en perjuicio de sí mismo. El Gobierno fija y recauda impuestos; debe velar por nuestros derechos; es responsable del orden público. Para desempeñar su papel, en fin, necesita inspirar confianza , y no lo hará si opta por protegerse amparándose en las facilidades que la Constitución reconoce a un presunto delincuente. Expresado de otra manera: un gobierno está sometido a límites más exigentes que los meramente legales.

Cuando las circunstancias le empujan a acantonarse en las garantías que el ordenamiento jurídico otorga a un imputado cualquiera, pierde autoridad moral, entendámonos, fuelle para mandar con la aquiescencia de quienes lo han aupado al poder. En política, al contrario que en economía, no rige el principio de la mano invisible.

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