Análisis

Las dos claves

España enfila un final de régimen muy complicado, sin ideas o agentes políticos que puedan aplicarlas

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez EFE

Álvaro Delgado-Gal

Percibimos las cosas mejor, una vez que se han hecho. Pasa con las inversiones bursátiles, con las carreras mal elegidas, con una ruptura amorosa. Lo irrevocable del acto se traduce en una especie de lucidez, por lo general tardía. Muchos, muchos españoles, contemplaban el futuro político de su país confusamente, sin saber qué nombre ponerle. Y han venido los indultos, y con ellos, un malestar profundo . Cuanto más pensamos, peor nos sentimos. Empiezo a contar… desde delante hacia atrás.

¿Es mejor tener a Junqueras y compañía en la cárcel, o de nuevo en la calle? Podría argumentarse que es imposible, es inaudito, que un Gobierno ventile los asuntos nacionales con una persona que ostenta, oficialmente, la condición de preso. De aquí no se sigue que haya sido bueno excarcelar a Junqueras, sino, más bien, que es comprensible que se le excarcele si se ha optado previamente por otorgarle el título de representante de Cataluña ante al Gobierno. Ahí está la primera clave. La mesa de diálogo encerraba desde el inicio, como una consecuencia en diferido, el indulto a Junqueras.

Existe una segunda clave: lo que da sentido a la mesa, es la hipótesis implícita de que el marco constitucional resulta insuficiente para resolver el contencioso catalán, y que, por tanto, no hay más remedio que reformar la Carta Magna. Pero lo último solo será viable si:

1) Se hace desde la propia Constitución.

2) Sobre la base de un acuerdo sólido entre los grandes partidos constitucionalistas.

3) En un clima de estabilidad institucional.

Ninguno de los tres supuestos se cumple. Primero, Junqueras quiere un referendo de autodeterminación, no un encaje de Cataluña en una constitución corregida por los procedimientos habituales y con el consenso de quienes no piensan como él. Segundo, los partidos nacionales están enfrentados. Tercero, el Gobierno se ha abierto camino en claro desafío al Tribunal Supremo y eludiendo el debate parlamentario. La mesa de negociación está, por consiguiente, montada en el aire. Es, simultáneamente, un trampantojo y una pista deslizante en la que no se puede posar el pie sin exponerse a acabar donde Cristo dio las tres voces.

Mirando el asunto con un grano angular mayor, se nos presenta una realidad todavía más desordenada, más sucia, más decepcionante. Sánchez se coló en el poder, en el 2018, gracias a una moción de censura apoyada por los independentistas. Carecía de un proyecto; su único móvil era pisar la moqueta de La Moncloa. En contra de lo prometido, no convocó elecciones. Cuando se determinó a hacerlo, le salieron mal, y decidió formar un Gobierno disfuncional con un apoyo parlamentario que le convertía en rehén de los enemigos del Estado . De ahí no puede salir nada que no sea monstruosamente irregular. Casado debería, es cierto, haber tendido la mano al PSOE, ofreciendo a Sánchez seriamente, y no de boquilla, una base parlamentaria alternativa. En lugar de eso, y en ausencia igualmente de un proyecto claro, ha atizado la confrontación. Se trata, estimo, de un error moral, más que fáctico. Por su aterrizaje en la Presidencia, y por instinto, Sánchez no habría aceptado un acuerdo de verdad. Además, Sánchez y la verdad son incompatibles. Mal compañero para cualquier viaje.

España enfila un final de régimen muy complicado, sin ideas o agentes políticos que puedan aplicarlas. Desde luego, España sin Cataluña es difícil de imaginar. Pero este ejercicio especulativo nos lleva a mirar en una dirección equivocada. Dada nuestra estructura autonómica, la instalación de poderes locales cada vez más difíciles de controlar, la decadencia de los partidos y el galopante desarreglo institucional, la disyuntiva no sería España con o sin Cataluña. Sería otra. Ni siquiera conocemos, en puridad, los términos que la compondrían. Así estamos, cuarenta años después de haber iniciado una etapa histórica que se nos antojaba halagüeña.

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