ENQUIRIDIÓN
El caso Anna Grau
Malo es discutir la línea oficial, peor es haberse salido del recinto sagrado
Anna Grau ha pedido amparo a varias asociaciones de periodistas tras el acoso al que está siendo sometida por las redes y el tinglado independentista catalán. La autora y comentarista gerundense, próxima en tiempos al nacionalismo (fue corresponsal del Avui en Madrid), decidiría más tarde cambiar de parecer. Ahora forma parte de la Societat Civil Catalana, y su presencia en los medios y sus ideas provocan en quienes mangonean el cotarro por aquellas latitudes un furor y una saña dobles . Malo es discutir la línea oficial, pero todavía peor haberse salido del recinto sagrado en el que todos los nacionalistas llevan entonando durante años una única, absoluta, indiscutible verdad: Cataluña es una nación oprimida que solo logrará florecer si se sacude el yugo de España.
Anna Grau no está sola. Muchos sufren el mismo acoso y la misma angustia. Por eso su caso es significativo, o, si prefieren, ejemplar . Las manifestaciones subvencionadas, la intentona secesionista del 17, el control de las instituciones por Jordi Pujol primero, y luego por sus herederos, son la cara visible, el haz, de una voluntad de hegemonía que también quiere invadir las conciencias y la vida cotidiana. Hace tiempo, demasiado tiempo, que millones de ciudadanos catalanes desafectos a lo que está ocurriendo han tenido que partirse en dos , reservando para sí sus pensamientos genuinos al tiempo que callaban o fingían aceptar las consignas que les venían impuestas desde la televisión, la escuela o el entusiasta vecino del quinto. La disensión, cuando ha existido, ha supuesto costes enormes para el que disentía. Esta ha sido solo la fase preliminar de la normalización que se persigue en Cataluña. El proyecto, en el largo plazo, es que se sea por dentro como hay que ser por fuera: compacto en una fe y una obediencia.
La palabra «democracia» es demasiado abstracta y no denuncia con precisión los efectos degradantes de este proceso
La palabra «democracia» es demasiado abstracta y no denuncia con precisión los efectos degradantes de este proceso. El ciudadano adaptado no solo se resigna a renunciar a los derechos y libertades que la democracia debería asegurar, sino que se transforma interiormente. Sus pensamientos, después de haber pasado por el gálibo de lo políticamente correcto, pierden frescura y autenticidad y dejan de ser, en rigor, suyos. Son prótesis, piezas implantadas por los comisarios políticos de turno. Al cabo, se deja de pensar: las imágenes, las palabras se encadenan según una lógica previsible y forman, más que un razonamiento, una sucesión de consignas. Se borra la diferencia entre argumentar, y recitar una jaculatoria.
Se habla mucho ahora de «régimen», en referencia al sistema que supuestamente pretenden instalar en España Sánchez y sus amigos sobrevenidos. Bien, para régimen, el construido por Pujol. Se edifica un régimen cuando decir la verdad, peor, buscar la verdad, viene a ser lo mismo que alterar el orden público. Se edifica un régimen cuando no hay manera de separar el enriquecimiento personal del señor que está en la cúspide, de la agilización de los negocios o la respetabilidad en el ámbito público. El régimen en Cataluña, para colmo, no responde a los intereses de los catalanes. Véase el caso de la lengua: el idioma más hablado en Cataluña es, en este momento, un idioma proscrito. Que los dos grandes partidos nacionales, incapaces de consensuar entre sí una defensa mínima de los derechos constitucionales, hayan permitido que lleguemos donde ahora estamos, es una enormidad que dará mucho que hacer a los historiadores del futuro. Y que pagaremos caro.
Los disparates que estamos presenciando no son el anuncio de un orden nuevo. Son la reducción al absurdo de una negligencia casi tan larga como la propia democracia. Anna Grau, y muchos como ella, son testigos y víctimas de un desarreglo que es español y catalán a la vez. No van a padecer sólo ellos. Somos todos solidarios, en la acepción técnica del término: tocará a todos y cada uno de nosotros satisfacer la deuda acumulada.