Alfredo Sánchez-Bella Carswell
Abogado del Estado, no del Gobierno
Si el Gobierno no considera oportuno defender a los ciudadanos, los abogados del Estado poco podemos hacer para impedirlo
*Por su interés y su vigencia, 31 años después de su publicación, reproducimos esta Tribuna Abierta escrita en ABC por Alfredo Sánchez-Bella Carswell, abogado del Estado, el 7 de abril de 1988.
Una de las funciones de los abogados del Estado más claramente venidas a menos en los últimos tiempos es la consultiva. Con arreglo a las leyes, los abogados del Estado, y la Dirección General de la que dependen, son los órganos superiores de consulta de que se sirve la Administración, aparte del Consejo de Estado.
Tradicionalmente, en esta función se ha prestado asesoramiento al Gobierno, a los ministros, a los subsecretarios, a los gobernadoresciviles, y en general a los altos cargos de la Administración, con objeto de que su actuación se ajustase siempre a Derecho.
Los proyectos de normas, de cualquier rango que fuesen, se sometían a consulta de la Abogacía del Estado para conseguir que su calidad jurídica resultase impecable.
Se puede, en efecto, elaborar normas jurídicas de uno u otro sentido, al servicio de una u otra política, pero en todo caso es preciso, en un Estado de Derecho, respetar unos límites tanto formales como de fondo, unas garantías indispensables de los derechos de los ciudadanos y de las colectividades intermedias.
El informe de la Abogacía del Estado cumplía así una misión importante de garantía de estos requisitos prestando un servicio no sólo a la Administración que lo solicitaba, sino a la sociedad en general.
Pero esta función no es automática ni permanente, sino que requiere que en cada caso la Administración o la autoridad competente la solicite. Si no se solicita el dictamen o no sigue su sentido es como si la función no existiese.
Es un hecho que desde hace tiempo la calidad de las leyes y de las normas emanadas de la Administración ha sufrido un deterioro evidente. Casos llamativos como los del famoso recargo sobre el IRPF, los incrementos en la contribución urbana y otros muchos en los que los Tribunales han echado atrás normas vigentes por vicios de legalidad o constitucionalidad han hecho preguntar a más de uno cómo es posible que el Gobierno pueda incurrir en tales errores contando con más asesores que nunca y cómo es posible que esos asesores, con los abogados del Estado a la cabeza, tengan valor de cobrar su sueldo a fin de cada mes a pesar de tan graves descalabros.
Pues bien; ello casi, nunca se debe a que el Gobierno actúe en contra de los informes de sus asesores jurídicos, ya que en general hay una clara preferencia por contar con el respaldo de tales dictámenes. Resulta más fácil olvidarse de solicitarlos' o hacerlo en el último momento, cuando nó hay tiempo material para estudiar con seriedad el texto propuesto.
Y así, por citar sólo algunos ejemplos, empezando por la Constitución, el diseño del Estado de las Autonomías, y pasando por la pléyade de disposiciones elaboradas desde el comienzo de la transición puede decirse que en general los proyectos de normas de contenido más polémico o delicado no han sido sometidos a consulta formal y sistemáticamente, o con antelación suficiente, a la Abogacía del Estado, y si tal actitud era quizá comprensible en los dos primeros casos citados debido a su enorme trascendencia e intervención de grupos cualificados de «notables» en su redacción, lo es mucho menos en otros como los de la ley del Divorcio, de Despenalización del Aborto, de Reforma Educativa y demás disposiciones que afectan ante todo a los derechos de los ciudadanos y al funcionamiento de la sociedad.
Ha disminuido también la solicitud de dictámenes ante las grandes decisiones del Gobierno y de la Administración en general, y, de una u otra forma, buena parte de los informes ahora evacuados recaen sobre cuestiones de secundaria importancia e ínfima trascendencia.
Más de uno se preguntará qué hacen ahora los abogados del Estado ante este lamentable estado de cosas. Pues bien, una alarmante proporción de la plantilla ha dejado pura y simplemente el servicio activo.
Los que permanecen no están con los brazos Cruzados, ni mucho menos, ya que si bien la función consultiva ha decaído por falta de consultas, la función contenciosa, de defensa de la Administración ante los Tribunales, ha crecido en desmesura, ya que nunca como ahora ha sido tan demandado el Estado y tan difícil resulta su defensa en muchos casos.
Una tercera vía consiste en tratar de concebir la función de asesoramiento en Derecho como una obligación a la sociedad en la que el Estado, y no el Gobierno, es el titular y en cuya virtud tenemos que poner dé manifiesto ante la opinión pública los defectos jurídicos de los proyectos normativos y de las grandes decisiones del Gobierno con objeto de que puedan remediarse a tiempo por las Cortes o por los Tribunales; en otro caso.
Sin duda, tal actitud puede causar escándalo a quienes opinan que el papel del abogado del Estado no es otro que el «dar forma jurídica» a cualquier cosa que el Gobierno se proponga, absteniéndose de cualquier crítica al mismo.
Y, sin duda, las obligaciones del funcionario imponen severos límites a su libertad de crítica. Pero tales reparos y límites desaparecen si se asume el sacrificio de abandonar el servicio activo a la espera de tiempos mejores, que sin duda llegarán, para poder atender con completa libertad a una concepción del papel del abogado del Estado en la que, en caso de discrepancia entre Estado y Gobierno, no hay más remedio que inclinarse por el primero.
El Gobierno nada o poco pierde con ello, ya que en todo caso poco uso hacía de los servicios consultivos de profesionales que en su día seleccionó con extremo cuidado, y además porque la legislación vigente le permite contratar, en casos concretos y para su defensa en juicio, abogados particulares, que, con toda propiedad, deberían llamarse abogados del Gobierno. La conciencia personal y la propia estima profesional todo tienen que ganar.
El único perdedor, en éste como en otros muchos casos, es el ciudadano, que se ve ante normas y actos administrativos defectuosos o irregulares en muchos casos. Pero si el Gobierno no considera oportuno defender a los ciudadanos en general, si considera que la seguridad jurídica es una pura entelequia, si entiende que la mayoría política le da derecho a todo, y que frente a ella los límites y garantías impuestas por el ordenamiento jurídico son sólo argucias esgrimidas por la oposición, los abogados del Estado poco podemos hacer para impedirlo, como no sea hacerlo saber así con toda claridad a la opinión pública para intentar que el sentido común se imponga antes o después.