violencia machista
Los juzgados que cuidan de las mujeres
Diez años cumplen los juzgados de violencia machista en España
«Para discutir quedan ustedes en el despacho o en una cafetería; no aquí. Aquí estamos para saber si se ha cometido un delito de injurias». Sonia Chirinos, titular del Juzgado número 2 de Violencia sobre la Mujer, de Madrid, reprende al abogado del denunciado, que lleva marcada en el rostro y la ropa la noche de calabozo. A menos de tres metros se sienta su exmujer. Es jueves, 2 de julio; 24 horas antes ella lo ha denunciado. Llamó a la Policía. Existe un auto reciente de un Juzgado de familia que quita la custodia de los hijos a la mujer y la obliga a abandonar su casa. Su abogada alega que no se han tenido en cuenta los informes médicos. En menos de una hora, la juez declara el sobreseimiento del delito de injurias que se ventilaba . Solo hay versiones contradictorias de lo que ocurrió en esa casa. «No siendo posible dar mayor verosimilitud a una que a otra», argumenta la magistrada. Ambos salen de la sede judicial con el auto en la mano. Ella, derrotada. Justicia exprés.
Estamos en la guardia del Juzgado número 2. Son tres días seguidos a la semana, de nueve de la mañana a nueve de la noche. «Hoy es un día tranquilo. Cinco asuntos en Sala. Cuando tienes doce o quince hay más nervios», explica la magistrada. Lleva al frente de este juzgado desde su creación hace ahora diez años: «Mi destino más largo, y estoy encantada». El 29 de junio se cumplió una década de la entrada en vigor de los órganos especializados en exclusiva en la violencia contra la mujer . De 17 se ha pasado a 106. En Madrid había tres. Ahora, 11. Por sus mesas y sus Salas han desfilado 1.400.000 delitos en toda España; miles de llantos, gritos, vidas rotas, hijos menores utilizados, moratones, insultos, humillaciones, asesinatos...
«Para el juez lo más fácil es que la víctima te llegue con un brazo roto y el ojo morado. Si no, no es para resolver en un juicio rápido. Hay que profundizar en la instrucción». A la pregunta de qué ocurre cuando las heridas no se ven, responde: « El maltrato psicológico se puede evaluar. Los profesionales lo hacen . La mujer te da referencias temporales concretas. Además del derecho, funciona la interpretación de sus gestos y sus palabras. Acordamos muchas órdenes de protección por este tipo de maltrato».
«El trato es humano»
Chirinos y sus diez funcionarios (seis mujeres y cuatro hombres), más la secretaria judicial, forman un equipo compacto y parecen funcionar como un reloj bien ajustado. Son casi una familia. Hay además una psicóloga y debería haber un trabajador social y un médico forense en exclusiva, pero los recortes han llamado a la puerta. Dos fiscales, con una carga de trabajo importante, rotan entre los juzgados. No se ven montañas de papeles y archivadores a punto de sepultarte, ni gestos de desaprobación. La actividad es incesante pero armónica.
«El trato es humano. En otros juzgados la relación la mantienes con los profesionales (procurador, abogado, juez...), pero aquí hay diligencias personalísimas. ¿Dónde has visto tú un juzgado con una sala de juegos?», interpela Maite, funcionaria de Justicia hace 25 años. Las maltratadas con frecuencia no tienen con quién dejar a sus hijos y se presentan a contar su miedo con sus críos en los brazos o de la mano. Al profesional de la Justicia le toca ejercer de canguro. En pocas sedes judiciales se encuentra a los niños correteando por los pasillos entre togas.
A la vista de estas escenas, las palabras de la juez cobran más sentido aún: «Esta ley fue por delante de la sociedad, y eso que es la que más recursos de inconstitucionalidad ha tenido». Sin olvidar la incesante actividad y propaganda que generan sus feroces detractores. «Un fiscal finlandés me decía en unas jornadas que parecía imposible que España con su fama de machista hubiera logrado esto».
En la guardia de hoy hay tres detenidos. Hombres con ojeras inequívocas, sin cordones en los zapatos, con las camisas arrugadas y olor a noche atribulada de calabozo. A uno lo arrestó la Policía tras la llamada de un ciudadano. Tiró al suelo a su pareja, casi una niña, en la calle y le arrebató a la hija de los brazos . Ella llora y cuenta que lo quería dejar hace tiempo porque bebe y le pega. Él llora también cuando lo interrogan y se ahoga en su asma. La fiscal pide orden de protección para la mujer. La juez la deniega y acuerda la transformación del procedimiento. Se han pedido dos testigos. Advierte al denunciado de que ha de abandonar la casa de manera inmediata.
La guardia de la mañana del jueves da también para un juicio por vejaciones y una petición de orden de protección, pero no se ha podido localizar al denunciado. En la Sala se alternan hombres y mujeres cabizbajos, altivos, llorosos, inquietos... mientras los artículos del Código Penal resuenan en boca de quienes imparten justicia. Paradojas como que en una misma frase quien declara se refiera a «mi exmujer» y a «mi mujer» o «mi marido» y mi «ex», con una sensación de provisionalidad y de drama reciente para quien escucha.
Es una guardia tipo: detenciones, órdenes de protección y todas las diligencias de preparación de los juicios rápidos, los asuntos menos graves. Susana, la secretaria judicial, se sorprende al preguntarle cuándo van a comer. «Tomamos algo aquí. No podemos irnos dos horas con los detenidos en el calabozo y los abogados esperando, a tope de trabajo». Unos optan por el «tupper», y otros por el sandwich.
No hay sensación de prisa, sino de orden, pese a que las emociones del estrado hacia abajo están desatadas todo el tiempo. La mañana avanza. Abogados, fiscal, secretaria y juez se colocan la toga. Toca juicio de faltas. La secretaria judicial, contundente, lee los derechos a los detenidos. Su tono de voz impone. «El justiciable no puede olvidar dónde se encuentra», justifica. Las resoluciones de la juez vuelan. Escucha las declaraciones y a los abogados mientras teclea sin parar en su portátil y va incluyendo los asuntos en la carpeta de la guardia. Eficacia. Los funcionarios la alaban y ella se deshace en elogios hacia su equipo, dividido en gestores y tramitadores de asuntos penales y civiles.
Un día a la semana se dedican a los juicios civiles (divorcios, separaciones, liquidación de gananciales...). Aunque un caso de violencia de género se haya archivado, se mantiene la competencia civil. «Ellos demandan porque no se cumple el régimen de visitas, y ellas porque no les pagan la pensión de alimentos o los extras», resumen las dos funcionarias dedicadas a estos asuntos. «El porcentaje de incumplimientos es muy alto», subrayan. Una de ellas se da la vuelta y señala una estantería atiborrada de carpetas. «Mira: fines de semana incumplidos, la comunión del niño, las vacaciones...». La vida. Años de convivencia, hijos, dinero ganado con esfuerzo, sueños dirimidos en una Sala donde ya ninguno reconoce al otro. Y el eco de las palabras -«guarra, puta, loca...»- y de los golpes o las humillaciones o las violaciones. Casi un 80% de condenas en diez años.
Una abogada de oficio sale a las tres de la tarde bajo el sol que ahoga. Señala el edificio. «Todo esto es para dos delitos de los más de 600 que tiene el Código Penal». Tiene razón. Pero se olvida de que, según datos del CGPJ, en edificios como ese se han dictado cerca de 200.000 sentencias en esta década y salvado del infierno a miles de mujeres . A ellas las cuidó un juzgado.
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