Partidos, corrupción y democracia
De entre las múltiples modalidades que caben en la corrupción es la política la que más ha calado en la ciudadanía
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La corrupción, en sus términos más comunes, como es bien sabido, consiste en la práctica que se da en algunas organizaciones «especialmente públicas» – según reza el Diccionario de la Real Academia Española – en las que sus gestores derivan las funciones y responsabilidades que les confiere su cargo para utilizarlas bien en provecho propio o en el de colectivos a los que directa o indirectamente pertenecen. Aquí podrían citarse partidos políticos, sindicatos, fundaciones, sociedades, empresas, asociaciones, entidades culturales, consultorías, ONG, y vínculos familiares, a los que podrían añadirse cuantos otros puedan imaginarse que eviten su enumeración. En todos los casos y es lo que da carácter a la corrupción se priorizan los intereses personales sobre los generales.
De entre las múltiples modalidades que caben en la corrupción es la política la que más ha calado en la ciudadanía y más alarma social ha creado en la sociedad hasta el punto de que en las últimas encuestas del CIS la corrupción aparece como la preocupación mayor de los españoles, detrás del paro. A continuación le siguen partidos y políticos. El ambiente irrespirable que se ha creado en el país pone en valor hasta los fundamentos de la propia democracia en España. El régimen que nos hemos impuesto ¿es realmente una auténtica democracia o más bien podría definirse como partitocracia donde todo el poder está en manos de los partidos políticos?. Democracia no consiste solo en votar cada cierto periodo de tiempo. Es otra cosa mucho más amplia, tal como es, y la concebimos millones de españoles.
Es cierto que en ocasiones la corrupción es consecuencia inmediata de normas establecidas por el propio Estado. Sin embargo también es cierto que la corrupción es inherente a la condición humana. Esto debe obligar a los propios poderes públicos, a los medios de comunicación, a la ciudadanía y a una justicia independiente a denunciarla y tratar de eliminarla mediante actuaciones estrictas, rechazo total de la sociedad y unas normas severas, punitivas y transparentes que hagan recobrar la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. Bien es verdad que tampoco es un fenómeno nuevo porque se ha dado en todas las civilizaciones y culturas. Recordemos como ya en el Siglo Primero a. de Cristo fue definida por Cicerón como una actuación ilegítima «pro domo súa». Es decir en beneficio propio. Nada hay nuevo bajo el sol.
En cuanto a España se refiere es preciso dejar constancia que los constituyentes que elaboraron la Constitución de 1978, tal vez por su poca experiencia democrática, su buena fe rayana en la ingenuidad o por aquello de los movimientos pendulares a los que somos tan dados los españoles, pasaron de prohibir los partidos políticos que ya estaban proscritos en el régimen anterior a configurar unos nuevos a los que se les concedieron todos los poderes, no solo ejecutivo y legislativo, sino que a través de argucias político-jurídicas también se han hecho con el control del poder judicial. Como dijo un destacado político socialista en la cúspide de su poder Montesquieu ha muerto, y a esta postura se han adherido con entusiasmo el resto de partidos. Sin excepción. Es lo que ahora se le llama la «casta».
Pero no es solo que los partidos se hayan hecho con todos los poderes políticos sino que además han conseguido controlar cuantos resortes de poder y de influencia tiene la sociedad convirtiendo así la democracia en una auténtica partitocracia en propio beneficio, a la manera de una gigantesca agencia de colocación. Desde las Cajas de Ahorros y entidades paraestatales a los más diversos consejos consultivos y asesorías que solo sirven para justificar sueldos y prebendas a favor de políticos en paro y amiguetes de partido. Para conseguir esta penetración en la sociedad cuentan con una gigantesca estructura permanente en todo el territorio nacional con recursos materiales y humanos inimaginables en cualquier democracia occidental. Y lo que es más grave es que este descomunal despilfarro se financia con dinero público a través de unos impuestos casi confiscatorios que debemos abonar nada menos que a cuatro administraciones públicas diferentes en diecisiete autonomías. Cada una con su parlamento, gobierno y administración independiente, y como si fuera un mini estado con su correspondiente boletín oficial que sólo en 2014 han totalizado 813.526 páginas de disposiciones de obligado cumplimiento creando una maraña legislativa que provoca una gran incertidumbre jurídica y económica en el tejido empresarial.
De esta suerte se ha conseguido que los servidores públicos de la sociedad se hayan convertido en sus dueños. Así en España sin ser el país más poblado ni más grande ni más rico de Europa es el que más políticos tiene, el doble que Italia y 300.000 más que en la Alemania federal con el doble de territorio y población. La cifra total de nuestros políticos con cargos era en 2011 de 450.000, repartidos en las cuatro administraciones públicas citadas, central o nacional, autonómica, provincial y municipal amén de los situados en los múltiples organismos, muchos de ellos inoperantes, que han ido creando con sueldos y privilegios de escándalo que en modo alguno tienen el resto de los ciudadanos.
Así, por citar solo algunos, pensiones bastantes más elevadas que el ciudadano común con menos años de cotización. Dietas sin control. Tarjetas de crédito opacas llamadas black como las de Bankia. Sueldos y retiros de por vida. Acceder al estatus de funcionario sin oposición alguna por la puerta de atrás y un sinfín de prebendas que harían interminable la lista. Pero lo más irritante para la ciudadanía es el privilegio del aforamiento por el que un cargo público o ejerciente de determinada profesión tiene derecho a ser juzgado por un tribunal distinto (Tribunal Supremo o Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA) al del resto de ciudadanos, en caso de ser imputados por un delito. En muchos casos, además, es necesario un suplicatorio previo para que la asamblea de que se trate, Congreso o Senado, autorice su imputación.
En Alemania, Reino Unido y EEUU no existen aforados. Todos los ciudadanos son iguales ante la ley por la comisión de un delito. En Italia y Portugal solamente son aforados los Presidentes de la República. En Francia, el Presidente de la República, el Primer Ministro y los Ministros, en total unas veinte personas. En España son 17.621 los aforados reconocidos por el Ministerio de Justicia por lo que se convierte en el país con más forados del mundo. Esta situación da lugar a no pocos casos de corrupción. Así cuando el imputado por un delito es un alto cargo de un partido político, en vez de ser juzgado por el tribunal de instancia predeterminado por la ley, como cualquier ciudadano, es nombrado por el propio partido para un cargo que lleve consigo el privilegio del aforamiento. Así se eleva su causa a un tribunal superior compuesto por varios magistrados. Las razones o falacias que se alegan para justificar tales despropósitos, en unos casos, es que de esta manera se ofrece mayor independencia al juzgador por tratarse de un tribunal de varios miembros y por tanto más inmune a posibles presiones. Por otro lado y de contrario al tratarse de jurisdicciones más controladas por el poder político se piensa que sus resoluciones pueden ser, por razones extrajudiciales, más favorables a los intereses del imputado o del partido. En ambos casos, sin prejuzgar su legalidad, desde un punto de vista ético su práctica debe ser rechazada en cuanto atenta a los principios básicos de cualquier democracia.
¿Cabe pensar que esta prepotencia de los partidos en la sociedad puede variar en el corto medio plazo? No creo haya motivos para ser optimista por cuanto son los propios partidos políticos los que han creado «pro domo súa» este entramado convirtiéndose en el problema y no en su solución. Hasta que los partidos no sean un modelo para la ciudadanía tal como se conciben en países de nuestro entorno y se atajen definitivamente todas las corrupciones y su predominio en la sociedad no será posible tener en España una verdadera democracia que sustituya a la actual partitocracia tan denostada por la ciudadanía y reflejada en las encuestas.