análisis

El derecho a no decidir

«Empieza a surgir un run-run callejero, una atmófera de contradicción en esos iconos de la transparencia»

Por manuel marín

Diez años ha vivido Ciudadanos del «no» al derecho a decidir, y ahora que tiene capacidad decisoria y es capaz de condicionar gobiernos autonómicos y alcaldías en toda España… Albert Rivera se refugia en el derecho a no decidir, escondido en una indefinición virginal permanente. Rivera siempre creyó que frente a la corrupción es más aconsejable pasarse que no llegar, aunque en las tenazas de la exigencia queden residuos sanguinolientos de inocentes. Poco importa a Ciudadanos si hay corrupción enquistada, de esa que huele a distancia y emerge sin necesidad de más pruebas que ver la cara del corrupto, o si hay presunción de querellas maliciosas admitidas a trámite con prisas impropias y jueces a la carrera para destrozar trayectorias políticas a golpe de imputaciones sin futuro. La mancha queda. Y en España, al contrario que en el resto del planeta, se olvida pero no se perdona.

Lo que ocurre con las negociaciones secretas de pactos y alianzas es todo un síntoma de que en Ciudadanos pesan más las apariencias que la realidad. Al punto, de que se ha convertido en un partido que reparte credenciales de pureza democrática y decide quién es corrupto y quién no, independientemente de que un juez impute o archive unas diligencias. Basta con que Ciudadanos oiga música sospechosa para condenar sin sentencia. Social y mediáticamente, entiéndase.

Partido Popular y PSOE no pueden dar lección alguna a Ciudadanos porque la lucha del bipartidismo clásico contra la corrupción ha estado viciada por una tolerancia cómplice. Han consentido lo habido y por haber. Sin embargo, Rivera ha elevado el listón a conveniencia de parte e impone las reglas de un juego en el que los excesos de puritanismo llegan a vulnerar la presunción de inocencia como principio de ética política. Ciudadanos exige a los demás que cedan para pactar…, pero se niega a pactar sin imponer. Es, junto a Podemos, el partido que ha convertido la palabra bloqueo en la condición elegante del chantaje. Pero a diferencia del partido de Pablo Iglesias , a día de hoy no ha aclarado ni una sola preferencia de alianzas. Su única advertencia es que se dispone a pactar investiduras y no legislaturas, reservándose margen para apretar o soltar el grillete a capricho.

Lo que ha planteado el elector en las urnas es una diversificación de la oferta política para que se gestionen las nuevas mayorías con criterios de eficacia, de relevo, de castigo, de escarmiento... Ese es el mandato. Muy al contrario, el electorado no ha optado por una parálisis basada en pactos oscurantistas, arriesgados, de inestabilidad preventiva y consecuencias inciertas. De hecho, hay un punto de fraude democrático en que cada partido oculte en campaña qué hará con los votos de quienes han confiando en ellos si no dispone de mayoría suficiente para gobernar. Pero ocultarlo incluso después de abrir las urnas, va más allá del oportunismo porque genera inseguridad en el votante que entrega su papeleta, en la confianza de que negociar mayorías no es traicionar principios.

Empieza a surgir un run-run callejero, un murmullo de desaprobación junto a los reservados de los restaurantes, una atmósfera de contradicción en esos iconos de la transparencia que han prescindido de ella a primeras de cambio. Lo que planteaban es un modo distinto de hacer política y lo que han encontrado es el amor de la vieja política… pero con ellos como protagonistas en esos reservados.

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