análisis
El mal de la sobreexposición
El calor de los focos y el imán de los micrófonos confunden tanto que, en un error de milésimas de segundo, es fácil dejar de ser un candidato respetable
Es lo que tiene el mal de la sobreexposición. Que uno puede convertirse en víctima de sí mismo. El calor de los focos y el imán de los micrófonos confunden tanto que, en un error de milésimas de segundo, es fácil dejar de ser un candidato respetable de imagen impecable forjada a golpe de plató, para convertirse en un locuaz vendedor de crecepelos. El éxito o fracaso de un candidato en campaña ya no se mide por la grandeza demagógica de sus propuestas, sino por su capacidad de evitar errores o por su inclinación a cometerlos.
Las urnas serán soberanas, pero la evolución de esta campaña induce a pensar que no ganará más el que más acierte, sino que perderá menos el que menos se equivoque. La percepción pública de los candidatos y su capacidad de generar empatía están sometida a una cruel ley del péndulo, de modo que en minutos los ayer salvadores del sistema se tornan hoy en bustos parlantes y ventrílocuos de promesas vacuas e ideas incongruentes. Simples ocurrencias.
Tan fácil se lo han puesto PP y PSOE, que Albert Rivera y Pablo Iglesias, cada uno a su modo, empiezan a ser víctimas de sí mismos para enfermar de éxito antes de tiempo. Asoma una incipiente ralentización de su fulgurante ascenso. Lo novedoso, lo ilusionante, deja de serlo cuando se abusa de la imagen y el maquillaje se cuartea y empieza a desprenderse. Sin duda, condicionarán la política nacional desde el 24 de mayo, pero sus mensajes han pasado de gozar de una semiótica hipnotizante a ser motivo de mofa y descrédito en las redes sociales.
Alguien ha acuñado ya los términos «rivereces» y «riveradas» para medir el efecto acción-reacción de los globos sonda de Ciudadanos y sus consecuencias demoscópicas y mediáticas. Rivera ya prueba la medicina del error. Y aprende a marchas forzadas que en ocasiones mantener la boca cerrada es mayor garantía de éxito que llenársela con la vanidad de uno mismo. Ahora sabe qué es la «inercia Cañete». Hace un año, un lapsus reinterpretado convenientemente como munición de machismo electoralista dinamitó su campaña. Era ver a Arias Cañete y aparecerse en el subconsciente un ogro sin escrúpulos con mujeres encadenadas en su cocina. Con Rivera, imaginamos niños apilados en literas, y diputaciones y escaños plagados de veinteañeros examinando partidas de nacimiento con dos tampones y tinta roja: «apto», «no apto».
Las errores de Pablo Iglesias vienen de antes. Su sobreexposición es digna de tesis doctoral y con el sacrificio de Juan Carlos Monedero no se sabe si es peor el remedio que la enfermedad. «Yo sé que tú no eres un traidor»… ergo, otros sí lo son. Monedero pasa facturas y retrara a Podemos como una madriguera de traidores donde el macho alfa que exige a su manada «defenderse como leonas» no se entera de nada con tal de prostituir el proyecto original y acceder al poder. Poco ha tardado Monedero en vengar el coste político de cada uno de sus 400.000 euros ocultados a Hacienda. En ruta quedan Rajoy en bicicleta prometiendo felicidad con el desarrollo sostenible, y Pedro Sánchez y Susana Díaz jugando a esconderse de fotos con falsos abrazos de estilete clavado en la espalda. «Tú, mitin en Almería… Yo, a La Coruña». No vayan a coincidir.
Un aspirante a gobernar debe saber convivir a la sombra de sus errores y no culpar de ellos a la manipulación de sus palabras o sus hechos. La opinión pública es permeable e influible porque está necesitada de incentivos e ilusión. Pero no es tonta del todo y mentalmente retiene los errores con más intensidad que los aciertos. Pero eso, aunque ahora lo descubran los líderes emergentes, ya lo sabíamos de antes.