Opinión
La verdad y el teatro
Rajoy tenía razón, pero Sánchez fue un actor más vivaz y lo descolocó
Un debate parlamentario no es una oposición. Para aprobar no basta con exponer una sucesión de datos ciertos. Para triunfar a lo grande en las citas estelares del hemiciclo toca aportar algo más: capacidad de convicción, reflejos de matador en las réplicas y un cierto aliento emotivo, casi lírico.
Mariano Rajoy, que cumplirá en marzo 60 años, parecía tenerle cogida la medida al neófito Pedro Sánchez, que llegará este fin de semana a los 43. En los rutinarios debates de control se lo venía merendando sin despeinarse. En general, Rajoy es un parlamentario eficaz y para desfondar a Sánchez le bastaba con aludir a su evidente inconsistencia y al recuerdo ominoso del zapaterismo.
Pero como dicen en los carruseles futboleros, saltó la sorpresa. Sánchez, que antes de ejecutar la tomasina era un zombi vagando tras una coleta, se mostró ayer más correoso como actor que Rajoy , un tanto acartonado. El líder del PSOE no dejó una sola idea concreta en economía y hasta derrapó a lo grande en varios momentos (como cuando culpó a Rajoy del Castor, operación bendecida por Zapatero, según le recordó el presidente con unos reflejos que no siempre tuvo).
Rajoy, que a la mañana hizo un discurso realista y correcto, se aturulló tras el almuerzo. Acostumbrado al balneario institucional de Rubalcaba, los ganchos de tele-demagogia de Sánchez lo desconcertaron. El presidente abusó de la estadística, se repitió, y hasta se enojó y aparcó su buen estilo (al final, carente de réplica mejor, llamó «patético» a su adversario). El Congreso tiene algo de fabuloso teatro. Además de legislar, allí toca ganarse los corazones de los ciudadanos. Oratoria, teatro, emoción. Partes vitales de la política, algo que el actual gabinete, integrado casi en su totalidad por funcionarios, no acaba de asumir. ¿Se recuerda a Churchill por sus datos macro o por la apelación sentimental al «sangre, sudor y lágrimas»? Con tan poco fuste oratorio, no se entiende que este Gobierno no tenga la diligencia de recurrir a buenos escribidores, como hizo en su día Obama, quien desde luego no tiene el copyright del «Yes we can» que lo llevó a la Casa Blanca.
La verdad estuvo con Rajoy. Recordó las enormes presiones mediáticas, empresariales y gurológicas (ay, Garicano) que recibió para solicitar el rescate y cómo se resistió, evitando un tratamiento de caballo. Resaltó tres datos irrefutables: el paro baja, la recesión de Zapatero queda atrás y España es el país del euro que más avanza. Recordó que «el dinero no crece en los árboles», algo que sí piensan el infantil y juvenil Podemos y casi todo el PSOE. Por último, dejó claro que como presidente de España defenderá siempre su unidad, la igualdad de los españoles y la Constitución (todo ello dudoso con un Sánchez de principios de plastilina).
Tras haber firmado el éxito de revertir la quiebra de Zapatero, Rajoy debería haber ganado el debate de calle. Sánchez se limitó a decir que derogaría la reforma laboral, la del aborto y las leyes de Educación y Administración local. Sus recetas económicas están huecas: acabar con la precariedad laboral (¿cómo?), reindustrializar España (¿cómo y quién?), competir en valor añadido (ya lo decía también Zapatero antes de lanzarse al ladrillo), reforma fiscal (¿más impuestos o menos?), doblar el gasto en becas (de nuevo: ¿cómo se paga?).
Rajoy resoplaba ante el cantamañanismo de su adversario. Pero en la sociedad de la tele-emoción, alérgica al rigor de las cifras y la reflexión pausada, ya no basta solo con saberse la lección y tener razón. Hay que ser también el más elocuente. Es triste. Pero es así.
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