O yo o el caos
Ayer, el debate político dejó los platós y volvió al Congreso; ya no nos acordábamos

Pareció un espejismo. Pero ayer el debate, por muy barriobajero que resultara, migró de la tele a donde solía: el Parlamento. Allí donde habita (o habitaba) la soberanía nacional que hace cuatro años los españoles, por nuestra real gana, decidimos depositar mayoritariamente sobre los hombros del PP y el PSOE. Parece una perogrullada, pero no se crean. A mí ya se me había olvidado: en los últimos meses lo más solemne e institucional que he vivido en el debate político ha sido la prueba de micrófono a Errejón o la invitación a tortilla de patata que prodiga Cayo Lara a cuanto tertuliano se cruza en la tele amiga... Por eso, entrar ayer en el Congreso, oler a la naftalina democrática e institucional del hemiciclo, tomar un café con los diputados de la casta, escuchar atentamente sin que te echen a discutir con un político y analizar los argumentos de los señores a los que pagamos por defender nuestros intereses tenía algo de iniciático y evocador de tiempos mejores tirados por la borda a partes iguales por el oprobio de algunos y la «ventolera» -le tomo prestado el término a Rajoy- oportunista de otros.
Era como si la razón y el sentido común conquistaran de nuevo el terreno perdido. Aunque cueste entenderlo por el encorsetado formato parlamentario, las interpelaciones de ayer no tenían más artificio que las argucias dialécticas que maliciosamente exhibieron Rajoy, Sánchez, Garzón y el resto de portavoces. Datos, ironías, ataques, argumentos, fichas... Ni más ni menos que la masa tradicional de las croquetas parlamentarias. No crean que todos los emergentes líderes que el CIS ha hecho hombres en los últimos meses están acostumbrados a ese condumio político que hasta las elecciones europeas servía y ahora es una auténtica extravagancia.
La mayor parte de los Pablo Iglesias, Tania Sánchez, Alberto Garzón y otros amigos de la causa del nuevo ciclo político suelen vender su libro con más de un comodín ofrecido por los programas a cuyo share sirven. Qué sería del líder de Podemos sin un grupo de sanitarios, en la puerta de un hospital, insultando al PP; o sin sor Lucía Caram, en dúplex desde su casa, coadyuvando al mensaje antisistema; o sin el grafismo pizarril que, pase lo que pase, siempre demuestra que Rajoy se lo lleva; o sin una parodia bajuna de Esperanza Aguirre. Parece que no, pero si con la caja de leche te regalan un tableta de chocolate, el lacteo está vendido.
Por eso, daba gusto ayer escuchar a los líderes políticos sin ocultarse detrás del maquillaje color ladrillo o de un reportaje orientado como preámbulo a un discurso eficaz. El problema es que Pedro Sánchez, también fajado en los platós y más brillante que Rubalcaba, pareció olvidar dónde estaba. Por momentos se entregó a la retórica agresiva de tan buen resultado televisivo: todo era Rajoy y Bárcenas. Mentó la bicha al presidente que descubrió para todos en su segunda intervención el perfil de quien de verdad aglutina, para desesperación del PSOE, el voto útil de la izquierda. Detrás de Sánchez estaba Pablo Iglesias. Y claro, Rajoy visto lo visto ya solo miró a Podemos para vender una cosa: yo o el caos.
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