Pincho de tortilla y caña
Un problema para España
De los siete candidatos electorales, Puigdemont es el único que puede presumir de haber ganado sin ambages
Bastaba con ver las imágenes sin sonido para saber lo que había pasado. La expresividad de los gestos era más elocuente que las palabras. Enseguida pudimos discernir, entre los perdedores, dos clases distintas de mímica. Los que habían caído en el pozo de la irrelevancia lucían rostros lúgubres. Los que aún tenían algo de lo que presumir alternaban muecas de dolor y conatos de sonrisa.
A Albiol, con un blanco cianótico asomado al rostro, le flanqueaban dos mujeres dolorosas con rictus de viudas desconsoladas. Andrea Levy lloraba para adentro. Sus ojos enrojecidos brillaban como semillas de granada. A Alicia Sánchez Camacho la curvatura de los labios le hacía parecer la boca de entrada del tren de la bruja. Cataluña es, para el PP, el espejo de la muerte anunciada.
Domènech parecía una víctima del crash del 29 mirando al vacío desde el quicio de su ventana. Horas antes estaba llamado a ser un pez gordo, la bisagra que daba o quitaba el poder, el kingmaker de cualquier investidura. Pero el recuento de los votos convirtió su capital político en calderilla. De repente, la quiebra. A Ada Colau se le puso cara de desahucio. Confirmado: Podemos va de culo y cuesta abajo.
El semblante de Iceta recordaba al del conductor de una carroza fúnebre, aunque sin sombrero de ala dura, después de calibrar la hondura de la fosa. El PSC sigue a la misma profundidad que hace hace dos años tras el peor resultado de su historia. Ni le ha beneficiado la caída de Podemos ni tampoco el insólito incremento de la participación electoral. El efecto Sánchez sigue siendo plomo en las alas de un PSOE que vuela como las gallinas.
El aspecto de los otros dos perdedores no era tan luctuoso. Riera había podido agarrarse a la rama de un árbol antes de que el precipicio de la debacle se abriera bajo sus pies. Aunque el susto le puso lívido, la idea de haber salvado la vida en el último minuto reconfortaba su discurso. Sin la CUP, el independentismo no tiene mayoría absoluta. Sus cuatro escaños valen su peso en oro.
A Marta Rovira se le notaban ganas de llorar. Recibió el encargo de conducir a ERC a una victoria que todos los arúspices daban por segura pero perdió el sprint en la recta de tribunas y finalmente quedó tercera. Lo más doloroso pare ella no era perder ante Arrimadas, sino tener que cederle a Puigdemont la parte alta del pódium separatista. A Junqueras se le esfuma, tal vez para siempre, el sueño de llegar a ser presidente de Cataluña.
Pero Rovira se tragó las lágrimas, cerró el puño y levantó la voz. Escondió el disgusto por el varapalo a sus siglas y exhibió el júbilo por el triunfo plebiscitario de la República. Su causa, la del «procés», había derrotado a los fusileros del 155. El hecho de darle más valor a los intereses generales que a los particulares le permitió esconder los pucheros de la decepción tras los vítores a la independencia.
Arrimadas, en cambio, hizo todo lo contrario. También entre los vencedores hubo gama de gestos. La alegría desbordante por la victoria de Ciudadanos –histórica pero insuficiente– no dejó ningún hueco a la decepción por la reválida independentista de la mayoría absoluta. Lo particular, en el discurso de Arrimadas, pudo más que lo general. Y por eso su alborozo está condenado a derivar, más pronto que tarde, en pura y simple impotencia.
¿Qué le importa más al partido de Rivera, su carrera hacia el poder –que sin duda recibió el jueves un potente espaldarazo– o la posibilidad de ser útil en la resolución de los problemas nacionales? Si hubiera que contestar a esa pregunta basándose en la reacción inmediata de sus dirigentes habría que concluir que más parece lo primero que lo segundo. No es un buen síntoma.
De los siete candidatos electorales, Puigdemont es el único que puede presumir de haber ganado sin ambages. Y él mismo ha explicado muy bien lo que eso significa. Pincho de tortilla y caña a que no encontraremos una manera más directa de resumirlo: España, en efecto, está en un pollo de cojones.