Por el mal camino

«Salvo contadísimas excepciones, la experiencia europea con empresas nacionalizadas ha sido siempre nefasta»

Juan José Toribio

El programa de la Unión Europea para afrontar la hecatombe económica asociada al coronavirus tiene, en su conjunto, pleno sentido y coherencia. Deja a los respectivos gobiernos la responsabilidad última para otorgar ayudas a empresas, asalariados y autónomos, pero con fuerte apoyo de la UE.

Tal soporte comunitario se despliega en una ampliación de las líneas financieras del MEDE (con nula o muy suave condicionalidad), apoyo directo para entidades e instituciones sanitarias, avales del Banco Europeo de Inversiones para que las empresas puedan recibir toda la financiación bancaria que precisen y el llamado plan SURE que permitirá la debida atención a los trabajadores afectados. Queda además abierta la posibilidad de ampliar el presupuesto comunitario, con nuevos fondos de ayuda. Más importante aún es la disponibilidad del BCE para comprar la abultada cantidad de deuda pública que los Estados miembros de la Unión Monetaria y Económica deberán emitir. Tendrán que hacerlo para financiar el déficit que esta crisis va a provocarles, tanto por el lado de los gastos, como por el desplome de sus ingresos.

Pero, junto a estos sensatos programas, la UE parece a punto de incurrir en un error de bulto, como es la nacionalización total o parcial de empresas para «salvarlas» de sus posibles carencias de capital. La Comisión Europea ya ha hecho ver que no se opondría frontalmente a este tipo de actuaciones, siempre que no «distorsionen los mercados comunitaritos», lo que constituye una contradicción en términos. Establece también la necesidad de aplicar normas de «buen gobierno» a las empresas así incautadas, como si eso pudiera asegurar su rentabilidad.

¿Cómo es posible que unas instituciones comunitarias, capaces de articular programas sensatos de apoyo, caigan también en admitir prácticas de intervencionismo, que nos devuelven a un pasado tan lejano como lamentable? Salvo contadísimas excepciones, la experiencia europea con empresas nacionalizadas ha sido siempre nefasta, aunque quizá nuestra memoria económica sea más corta de lo que habíamos pensado.

Quienes hoy advocan la nacionalización empresarial en Europa argumentan que incluso los norteamericanos hicieron lo mismo, cuando en junio de 2009 la Administración Obama decidió invertir en el capital de General Motors , tras la quiebra de una compañía tan emblemática. Olvidan, sin embargo, que Obama no trató de salvar a la compañía, ni siquiera sus empleos. Pretendió solo satisfacer a la organización sindical «United Auto Workers», como principal actor en la masa de la quiebra. En efecto, la compañía quebrada debía al sindicato 20.600 millones de dólares como fondo empresarial de pensiones. Ya parcialmente nacionalizada, General Motors utilizó el capital para cerrar diecisiete de sus fábricas en territorio nacional y financiar el despido de 22.000 trabajadores americanos. ¿De verdad es ese el ajuste que estaríamos dispuestos a hacer en Europa?

Para la Comisión Europea, esta nueva tolerancia con las «ayudas de Estado» a través de nacionalizaciones supone un giro radical en su espíritu competitivo. Procede, al parecer, de una decisión unilateral por parte del Gobierno italiano para hacerse con el capital de Alitalia, que históricamente había sido ya una compañía estatal, con resultados mucho más desastrosos que los actuales. A título de anécdota, permítanme recordar que, en su calidad de entidad pública, los resignados usuarios interpretaban el acrónimo de la compañía como «Always Late In Taking-off And Landing, International Airlines» , como expresión de un pésimo servicio burocratizado que originaba, además, serias pérdidas al Estado.

Francia y Holanda sugieren, por su parte, aplicar el mal ejemplo de Italia, con posible nacionalización de Air France y KLM, como una vuelta atrás que ampliaría el poder de los burócratas a costa del servicio al ciudadano.

Respecto a España, bastaría con recordar la situación lamentable que el conjunto de las empresas públicas (con algunas excepciones) presentaban antes de su privatización en la década de los noventa, y el agujero que suponían en las cuentas del Estado , materializado en continuas transferencias de capital. Su nuevo carácter de empresas privadas permitió, poco después, su inclusión en mercados financieros globales y la eclosión de auténticas multinacionales españolas, de las que hoy nos sentimos orgullosos. Pero ésa es una historia algo más larga.

Juan José Toribio es profesor emérito del IESE Business School

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