Vicente López-Ibor Mayor
Cómo el sector energético ha cobrado un especial protagonismo en Estados Unidos en breve tiempo
Vicente López-Ibor Mayor, exconsejero de la Comisión Nacional de Energía, analiza detalladamente las decisiones clave para interpretar el tema
Una visión, desde dentro, de la realidad política norteamericana, permite apreciar hasta qué punto el sector energético ha adquirido, en breve tiempo, un especial protagonismo. Un protagonismo que no responde únicamente a un mayor dinamismo de la vida económica o a un renovado impulso industrial, o a la mejora de los indicadores de competitividad, sino que abarca también, y en no menor medida, la reflexión geopolítica, la comprensión de las estrategias de seguridad, y la forma de entender la proyección internacional de los Estados Unidos en la convulsa arena internacional. Un detallado análisis de las recientes elecciones «mid-term» , a medio camino de las próximas presidenciales, podría arrojar, igualmente, valiosas claves de interpretación sobre este tema.
La expresión «revolución energética», se ha acuñado en el lenguaje político y en no pocos círculos de opinión del país, para identificar con ello el imparable desarrollo de los denominados hidrocarburos «no convencionales». Gas y petróleo, shale gas y tight oil, apoyados en las tecnologías de fracturación hidráulica y perforación horizontal de los depósitos donde se encuentran estos recursos energéticos, de cuya disponibilidad y utilización depende el funcionamiento de una parte de la economía productiva del país.
Este fenómeno no es exclusivo de los Estados Unidos en el continente americano, y ya ha revelado sus efectos en Canadá y México, países ambos de gran significación energética. En Canadá, para aumentar su fuerza productiva y canalizar más adecuadamente sus exportaciones. Y en México, como catalizador de una reforma necesaria y urgente, inducida tanto por las ineficiencias de su sistema, como por la presión de la revolución energética norteamericana, en precios y capacidades.
En pocos años casi la mitad del gas producido en Norteamérica será «no convencional», triplicándose en 2035, según estimaciones, la producción obtenida en 2010, y generando más de dos millones de empleos fijos. Cinco Estados resultan determinantes en la contribución de conjunto: Texas, Louisiana, Oklahoma, Colorado y Wyoming, junto a los factores ya conocidos de las condiciones geológicas del país, del régimen jurídico de la propiedad, la pasión emprendedora, la motivación tecnológica y el objetivo de alcanzar la independencia de los suministros energéticos exteriores. No cabe olvidar que los Estados Unidos representan el mercado gasista más grande del mundo, con más del 20% del consumo mundial, aunque sea China el de mayor potencial y el que cuenta con mayores reservas recuperables, casi más de un tercio de los Estados Unidos, destacando la provincia de Sichuan, aunque habrá que esperar más de una década para que estas producciones resulten económicamente viables.
La variable energética del análisis geopolítico norteamericano, no responde a los parámetros europeos actuales. Su prioridad es recuperar la fortaleza económica interna, como parte inseparable del despliegue de su acción exterior. Desde Nixon a Obama, todos los presidentes, sin excepción, han proclamado, con distintos acentos pero idénticos propósitos, la necesidad de recuperar la independencia energética del país, perdida en las primeras etapas de la Guerra Fría. Hoy la Cuenca Atlántica supera, por primera vez en la historia, al «gran creciente» euroasiático, en recursos, reservas y transacciones energéticas. Y, Estados Unidos, se sitúa de nuevo a la cabeza del mundo en liderazgo energético, además de mejorar sustancialmente sus compromisos en la lucha contra el cambio climático, al reemplazar una parte de su generación de carbón, por gas natural. Algo impensable hace muy pocos años.
Todo ello hubiera sido sencillamente imposible sin un consenso básico entre los dos grandes partidos políticos del país, sin perjuicio de la pluralidad de opiniones y matices que se reavivan ahora en el momento de votar en el Senado el proyecto Keystone XL, casi dos mil kilómetros de oleoducto diseñado para transportar alrededor de un millón de barriles diarios desde las arenas bituminosas de Alberta en el Canadá occidental a las costas del Golfo de México. Un proyecto de interés continental muy ambicioso y controvertido, pero no tanto por la oposición al proyecto en sí, cuanto por las críticas al modo de utilización del gas, o bien para los mercados domésticos, o bien para ser exportado.
La Unión Europea, por su parte, sigue sin definir con claridad una estrategia energética decidida y clara, aunque la nueva Comisión acaba de estrenar tareas y responsabilidades. No dispone, sin embargo, de mucho tiempo para ello. Ni los objetivos en la lucha contra el cambio climático -tras el giro estratégico norteamericano-, ni, desde luego, los ritmos de competitividad industrial, admiten largos compases de espera.
España debe participar activamente en el debate energético de la Unión, pero mirando también al continente americano desde su doble posición mediterránea y atlántica. Tratando de superar sus vulnerabilidades en hidrocarburos, infraestructuras intracomunitarias y en parcelas de regulación, y poniendo en valor sus fortalezas en diversificación de suministro, nuevos mercados (hub de gas y ciertas tecnologías renovables), gestión de demanda, parque nuclear, mejora del clima financiero, y probada capacidad exportadora.