David Gistau - Nadar entre tiburones blancos
De profesión, bluf
La pasión madridista por la copa de Europa alcanzó este año su máxima expresión. Todo lo demás ha sido arrojado por la borda, como el lastre en un globo, de manera que la hinchada del Real Madrid -el «pueblo madridista», diría un argentino- puede pasarse sin preguntar siquiera cómo quedó el partido rutinario de Liga de cada fin de semana. Yo miro el resultado en una «app» del móvil y luego sigo viendo la película en el cine. O continúo con la siesta o con el coito. Lo que el partido me haya pillado haciendo.
Es una apuesta arriesgada, una sola bala en el tambor, como en la ruleta de Christopher Walken en «El cazador». Pero, al mismo tiempo, y de forma accidental -el gatillazo en Liga no fue, obviamente, voluntario- el equipo ha terminado por exacerbar cierta naturaleza aristocrática según la cual sólo en Champions deja de bostezar porque allí se encuentra con sus pares. El Real Madrid de este año parece regir su existencia con la misma frase que Ignatius J. Reilly: «Yo sólo me relaciono con mis iguales. Y, como no tengo iguales, no me relaciono con nadie». La diferencia es que el Real Madrid sí reconoce iguales. Y no sólo los tradicionales. Por la forma de vivir el partido de Chamartín, se nota que al PSG lo admitió ya en ese club a pesar de su falta de pedigrí y ve en él a uno de esos equipos por los cuales hay que oficiar los conjuros habituales, desde los «minutos molto longos» hasta «el Madrí siempre vuelve» y pasando por todas las demás zarandajas mitológicas que en los últimos tiempos incorporaron hasta tablas de «oui-ja». Fantaseo con la posibilidad de que, antes de una semifinal, Roncero termine practicando sacrificios humanos a Odín con la camiseta de una peña de Almendralejo que lo invitó a dar un pregón.
La situación de este año también potenció un rasgo característico del Madrid del cliché: el desdoblamiento de personalidad. El Jeckyll que se vuelve Hide en Europa y, mutando al mismo tiempo, también el propio estadio, que sólo en Europa alberga eso que en el Bernabéu es tan difícil de ver: una hinchada con intención festiva que anima, y no una tribuna amargada y enojada que, al igual que el público de Las Ventas, cree que sólo los que no entienden lo pasan bien y que el enfado es la prerrogativa de los cabales. Esta semana mantuve con Pedro Simón una de nuestras apaciguadas conversaciones futboleras en la que hablamos de esto, de cómo al Real Madrid lo dotaron de alma y de fiesta las peñas de provincia, el viejo fondo de los barrios y las parkas aparte. Sin ellas, todo consistiría en la predisposición a la amargura y en vapulear con un palillo entre los dientes a entrenadores y a jugadores que vienen de ganar dos copas de Europa en dos años.
Alguna vez conté una anécdota vivida con un madridista tribunero el día que debutó Zidane como jugador en Chamartín. Creo recordar que en una Supercopa contra el Zaragoza, pero no estoy seguro. Zidane, que de hecho tardaría unas cuantas semanas en integrarse, falló el control de la primera pelota que le pasaron en el Bernabeu. El primer balón. Los primeros tres minutos de su vida como madridista. Fue suficiente. Mi compañero de asiento lo despachó: «Ya sabía yo que este tío iba a ser un bluf». Que pase el siguiente. Después de tantos años. Después de la volea de Glasgow y de esa copa de Europa ganada como jugador. Después de los títulos y de los maravillosos años de fútbol. Después de las dos copas de Europa, la Liga, las dos Intercontinentales, las no sé cuántas Supercopas en dos años. Después de haber tomado el control de un vestuario que se comía a todo el que trataba de regirlo. Y, ya de paso, después de haber hecho dos goles en la final de un Mundial. Después de tanto, Zidane se coloca en su banda sabiendo que todavía tiene que soportar al pelmazo de ese mismo madridista tribunero. Un bluf.