Tokio 2020

Banderas paritarias, silencio y fuego en el volcán

La ceremonia fue larga como siempre y contenida como nunca, con los deportistas esforzándose por disfrutar de su momento

El estadio olímpico de Tokio, sede principal de los Juegos

Pío García

Las ceremonias de apertura de unos Juegos Olímpicos son a veces bonitas y a veces emocionantes, tienen ratos sorprendentes y ratos anodinos, sirven para aprender geografía y para darse cuenta de lo que ha cambiado el mundo en cuatro años (dense cuenta de que ahora Swazilandia es Eswatini, no les digo más), pero también resultan largas, muy largas, desmesuradamente largas, eternas. Cuando no hay público, además, esa sensación se acrecienta porque faltan las ovaciones y los aplausos, incluso las lágrimas. Ni siquiera había muchos jefes de estado en la tribuna, con lo que eso suele dar para cotillear. Estaban, además del emperador, que jugaba en casa, Alberto de Mónaco, que no se pierde una, y la mujer de Biden, que luce menos que Melania Trump pero al menos se mueve.

El momento culminante es el encendido del pebetero, pero a uno le parece que ese momento alcanzó su cénit en Barcelona y que desde entonces todo ha sido más o menos lo mismo. Ayer se abrió el monte Fuji y la tenista Naomi Osaka encendió la llama volcánica. Bien, sin más. Luego hubo fuegos artíficiales que salieron desde el estadio hacia el firmamento. Lo de Naomi llegó hacia las doce de la noche, hora local, con lo cual se cumplieron los peores pronósticos y la gala se fue casi hasta las cuatro horas. El desfile de deportistas puso de manifiesto que hay demasiados países en el mundo y también que gracias a las naciones africanas, caribeñas y del Pacífico sur esto tiene algo de gracia. Los europeos suelen ser más aburridillos y cuando se ponen a vestirse de fantasía, como los alemanes o los belgas, se les va la mano como si estuvieran actuando en Eurovisión. Al abanderado de Tonga, que de nuevo volvió a salir a pecho descubierto, con los músculos bien engrasados con aceite de coco, le salió un serio rival en su colega de Vanuatu, que también decidió airear sus pectorales en la noche tokiota. Eran, en realidad, los únicos que iban apropiadamente vestidos para el calor tórrido y húmedo que hacía. Resultaba mucho más chocante ver a los olímpicos de Costa Rica con la cazadora bien abrochada, como si sus abuelas les hubiesen obligado a llevarlas por si refrescaba.

Por lo demás, se comprobó que la paridad en el llevamiento de banderas es ahora la norma. No solo Saúl Craviotto y Mireia Belmonte compartieron asta, como estaba anunciado, sino que lo hicieron varias decenas de delegaciones. Entre ellas, asómbrense, Arabia Saudí, lo que no puede ser tomado sino como un signo positivo para la mujer: se empieza llevando la bandera y se acaba conduciendo. El espectáculo del desfile luce más con púbico, porque es entonces cuando la gente se viene arriba, pero estas son las servidumbres del covid y no sirve darle muchas vueltas. Con los asientos del estadio tapizados de colorines al menos se evitaba esa sensación de orfandad y la imagen televisiva quedaba resultona. Quizá el gran instante de la ceremonia, más allá de los clásicos, fue cuando la bola del mundo se formó sobre el estadio con un fantástico juego de luces (del que no conseguí ver el truco) y por los altavoces sonaba a todo trapo el 'Imagine' de John Lennon. Vale que sufrimos hoy en día un intolerable abuso del 'Imagine', que ya se utiliza hasta para inaugurar tiendas de ultramarinos, pero debemos reconocer que los cantantes de la gala (con Alejandro Sanz entre ellos) lo volvieron emocionante. Al público, de haberlo, se le hubiera caído una lagrimilla.

Al final, la ceremonia, que empezó un poco fúnebre, como corresponde con el tiempo que estamos viviendo, acabó con guiños a la cultura japonesa (uno sabe identificar el homenaje a los videojuegos y al teatro kabuki, tampoco más), con la bandera olímpica subida al palo mayor y con el fuego ardiendo en el monte Fuji. Y siempre hay algo de hipnótico, de esperanzador, en una llama que no se consume.

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