Fútbol
El Barça, (rehén) del procés
Los barcelonistas del último tercio del siglo pasado hemos dejado de serlo. La estelada nos excluía
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Javier Coma, inventor de «El Barça es más que un club», se arrepintió con el paso del tiempo de aquel eslogan publicitario de 1973. Como en tantas otras cosas, decía, el nacionalismo utilizó el lema para la politización del deporte. Cuando el Barça era «más que un club», en la época de Agustí Montal, llevaba catorce años sin ganar una Liga. En eso llegó Cruyff y rompió el maleficio: «Un dos tres, butifarra de payés… Hemos traído a Barcelona las mejores piernas del mundo…», cantaba La Trinca.
El cruyfismo llegó para quedarse como sinónimo de triunfo solo comparable a las cinco Copas de don Helenio Herrera. Fue el «leitmotiv» de Joan Laporta, el abogado conspirador que, montado en el Elefant Blau, acabó con la presidencia de Núñez. Constructor nacido en Baracaldo, Núñez hablaba igual de mal el catalán como el castellano y así lo parodió Alfonso Arús. Él y su «bis-president» Gaspart cultivaban el victimismo llorón que achacaba las derrotas al Madrit (con T final), la Federación del maléfico Pablo Porta y el Colegio de Árbitros de José Plaza. Quienes vivimos el Barça perdedor de antes de Cruyff podíamos «comprar» -como se dice ahora- la tesis de que al Madrid le ayudaban los árbitros en España… Pero ¿y las seis Copas de Europa? ¿Se las regalaron a un país excluido del Mercado Común? No había respuesta racional. Imbuidos de fatalismo histórico y a veces histérico, los culés más añosos blandían agravios conspiranoicos: el «robo» de Di Stéfano, los postes cuadrados de la derrota en Berna, el penalti de Guruceta y la omnipotencia del dúo Bernabéu-Saporta.
Mientras estuvo Núñez, el programa 2000 que maquinaba Pujol para infiltrar de nacionalismo en todos los estratos de Cataluña para allanar su proyecto de encuadramiento social, no pudo culminarse en el Barça. Núñez había catalanizado su nombre en Josep Lluís, despotricaba contra el Madrit, pero no transigía en hacer del Barcelona la sucursal del pujolismo y Banca Catalana. Y eso que Convergéncia lo intentó; primero, con Ferran Ariño; luego, con Sixte Cambra… No hubo manera.
Cuando el nuñismo declinó y Gaspart nos avergonzó con su forofismo ridículo, el nacionalismo, devenido en soberanista, interpretó el «más que un club» como la vía rápida hacia la independencia. Laporta se presentaba como un presidente «desacomplejado» en su separatismo y el albacea autorizado del cruyfismo. En su Junta estaba la semilla del Barça siglo XXI. Bueno: resultados deportivos. Malo: adulteración nacionalista del barcelonismo, turbia gestión económica.
Laporta, Rosell, Soriano, Bartomeu… Cuatro caras de la misma moneda secesionista. Peleados entre ellos, obedientes a un mismo fin: poner el club al servicio del «procés». Laporta tuvo a un gerente, Joan Oliver: «Los españoles son chorizos por el hecho de ser españoles», espetó aquel exdirector de TV3. Rosell insinuó que su injusta prisión provisional pudo deberse a haber sido presidente del Barça. Soriano estuvo en la calamitosa operación Spanair que había de dotar a Cataluña de una compañía de aviación propia: lo tenemos parapetado en su despacho del Manchester City. Y de Bartomeu, sólo decir que, más allá de su incompetencia gestora, tragó con todo lo que le exigió el independentismo.
Messi elevó al Barcelona a la gloria e hizo que los catalanes nacionalistas pensaran que la independencia sería algo parecido a esas competiciones que el Barça siempre ganaba por goleada. Para la facción separatista el «más que un club» era el «procés» que acabó fracturando a las peñas y la masa social. En Cataluña, el resto de España y el mundo.
Los barcelonistas del último tercio del siglo pasado dejamos de serlo: en el estadio de pancartas y eslóganes separatistas al caer el minuto 17,14 (el año de la derrota en la guerra de Sucesión) nos sentimos extraños. La bandera «blaugrana al vent» que, según la letra del himno, «ens agermana» (nos hermana) ya no era azulgrana. La intrusa estelada ocultaba la pluralidad y nos excluía.
Sin Messi, el Barça habría quedado en un equipo de buenos -solo buenos- futbolistas: resten la aportación goleadora del argentino y constatarán que, sin ella, el equipo azulgrana competiría por el segundo o el tercer puesto de la clasificación.
Los éxitos del argentino dieron octanaje a la propulsión del «procés». Pero, ¡ay! Tanta intromisión política en el deporte acaba pasando factura y el Barça acabó en satélite del independentismo. La autocomplacencia hizo el resto: malos fichajes, improvisados a golpe de talonario, pésima gestión económica, cantera desperdiciada… Todo disimulado por los seiscientos goles de Messi.
Los despojos del Barça son hoy pasto de candidaturas orquestadas por los Laporta, Rosell, Roures y compañía.
Como en los versos de José Hierro: «Después de todo, todo ha sido nada». El independentismo culmina el asalto del club que un día fue de todos. «Cuando vuelvan al deporte que avisen», decía Loquillo a Sostres en estas páginas. Pues eso.