El precio y los trapitos

Fue dulce y tierno que durante la dictadura el Barcelona sirviera para canalizar las opiniones prohibidas. Pero es una estafa que esta retórica perdure en democracia: la estafa de una clase política que no quiere pagar el precio de lo que se supone que defiende; y la estafa de un club que todo el día y por cualquier asunto se hace el ofendido, pero nunca da la cara por la dignidad que reclama.

Puigdemont ha anunciado que no acudirá a la final del Calderón por la prohibición de portar banderas estrelladas , pero si de verdad fuera coherente, donde no tendría que volver es al palacio de la Generalitat, porque está incumpliendo punto por punto su famosa hoja de ruta y en modo alguno podrá ni querrá proclamar la independencia pasados los no menos famosos 18 meses.

Si en los recintos deportivos está prohibida la propaganda política, la exhibición de esteladas, que no expresan una pertenencia sino una opinión, está fuera de la Ley: fin de la historia.

El independentismo será un movimiento inmaduro hasta que no asuma que no sirve de nada jugar a banderolas; y jamás saldrá de su narcisismo estéril sin pagar el precio, el oneroso e inevitable precio que cada revolución conlleva.

Lo mismo sucede con el Barça, que si tan preocupado está por la propaganda política de sus socios, no tendría que participar en campeonatos como la Liga, la Copa del Rey o la Champions, que expresamente la prohíben; en lugar del cinismo de tanto aspaviento , que no sólo no soluciona ningún problema, sino que pone de manifiesto la falta de respeto con que el club trata los sentimientos de parte de sus socios, usándolos para propagar la demagogia más barata mientras por detrás sucumbe ante lo establecido.

Si los independentistas quieren la independencia, que se la paguen. Y mientras tanto, que dejen de hacer el ridículo con su absurda guerra de trapitos.