David Gistau
Se nos muere Quini
En sus últimos años estableció con los muchachos de las generaciones siguientes una hermosa relación cariñosa y tutelar que se potenciará con su eterna presencia labrada en mármol en la fachada del estadio
De mi tiempo de infancia en Gijón recuerdo el descubrimiento del fútbol de marea baja. Es decir, las pachangas sucesivas sobre la arena dura que en invierno llenaban entera la playa de San Lorenzo y en las que era fácil entrar siempre que se trajera a otro para no desparejar los equipos. Más allá del río Piles, estaba El Molinón como irradiando encanto, porque otra cosa que aprendí en Gijón fue cuán fuerte es la identidad de un equipo alrededor del cual, enamorada, se aprieta entera una ciudad futbolera y además norteña, para mayor gloria. A veces, en las pachangas playeras entraba algún jugador o exjugador del Sporting: siempre he presumido de haber sido conminado por Uría, a los catorce años, a abstenerme de entrar por su zona. Otras veces circulaba el rumor de que entre los espectadores acodados en la baranda había ojeadores de Mareo y entonces los chavales de la playa empezaban a entrar fuerte, a jugar en serio. Una vez alguien dijo que ahí arriba estaba Quini y lo que sucedió entonces fue que los partidos se detuvieron para otearlo.
En mi primera vez en El Molinón no habría sido posible ver a Quini, aunque ya había regresado del Barcelona para postergar en casa una retirada anunciada y sellada con un partido homenaje junto a la Diagonal. Venía el Real Madrid pero justo se estaba cumpliendo una sonada huelga de futbolistas, por lo que tuvieron que salir a jugar juveniles: 0-1 para el Real Madrid, si la memoria no me falla. Aquel Gijón y aquel Sporting míos son exactamente los que salen en «Volver a empezar», la película de Garci. Reconozco en ella hasta evocaciones de las grisuras, así como de la mole industrial de Ensidesa, en cuyo equipo Quini jugó, que de noche, afilada como un esqueleto y llena de luces dispersas, ofrecía en la carretera una visión como de «Blade Runner». Mis recuerdos del Quini anterior no son tan concretos. A mi alma madridista tampoco tuvo que resultarle simpático que migrara al Barsa de Maradona y Schuster del cual se me quedó fijada la imagen de Perico Alonso corriendo con los pulgares arriba. Recuerdo un gol oportunista en una final de Recopa contra el Standard de Lieja que resume su listeza de nueve predador que en Gijón fundó una especie cuyo último ejemplar conocido es David Villa. Recuerdo el desasosiego nacional por su secuestro que, de forma indirecta, contribuyó al advenimiento de aquella Real Sociedad que también compuso en gran parte la selección mundialista del 82. Con España no recuerdo muchas grandes noches de Quini, pero sí sé de una lesión grave que le infligió con un codazo en el pómulo nadie menos que George Best.
El Quini de los últimos años, incluido aquel que durante mucho tiempo llevó impresas en el rostro las devastaciones de un cáncer, es el que me resulta conmovedor pese a que ya no sea posible hablar de su humanidad y de su bondad sin rozar un cliché. El delegado en la banda, metido junto a los demás en el autobús de un equipo al que a menudo se le hizo demasiado larga la estancia en Segunda. El paseante por el cual los vecinos de Gijón seguían deteniendo el paso junto a la Escalerona. La leyenda que, en lugar de resultar abrumadora, establece con los muchachos de las generaciones siguientes una hermosa relación cariñosa y tutelar que ahora no terminará, sino que se potenciará con la eterna presencia intangible de un nueve cuyo nombre queda labrado como en mármol en la fachada del estadio.
El otro día, cuando Quini desfalleció sobre el volante de su coche, dos policías acudieron y trataron de salvarlo con maniobras de reanimación. Se les iba y uno de ellos gritó: «¡Que venga la ambulancia que se nos muere Quini!». Se nos muere Quini. Imagino ese grito transmitiéndose por la ciudad, ganándola entera, acongojándola entera. Imagino ese grito que, al dejar de resonar, sacó todo Gijón para acudir en peregrinación de despedida al estadio, más allá del río Piles, no tan lejos de donde aparecían balones y se podía entrar a jugar en cuanto bajaba la marea.