David Gistau
Memoria de Sanchís
Pertenece al tiempo en el que con más pasión vivimos el fútbol y que nos ha dejado los recuerdos más profundos
Esta semana, coincidí con Manolo Sanchís en la radio. Un encuentro muy grato. Como le dije a él, Sanchís pertenece al tiempo en el que con más pasión vivimos el fútbol y que, por añadidura, nos ha dejado los recuerdos más profundos. Por eso, de todas mis experiencias como hincha del Real Madrid, la más dolorosamente intensa es y será siempre la noche de Eindhoven. Ahí, a la Quinta y a sus contemporáneos, los que nos creíamos parte de un «swinging-Madrid» en el que cabían esos futbolistas más modernos y menos castizos, se nos escapó algo irrecuperable. La coronación de una época, una época de la ciudad y de nuestra juventud que era entonces estar en pandilla como en una canción de los Small Faces.
El reproche íntimo que hago a la Quinta del Buitre es que no me permitiera ganar una Copa de Europa cuando eso era lo más importante. Para cuando llegó la Séptima, yo ya era un joven profesional responsable, un «missing» de todas las canciones, que enfriaba con un mohín de condescendencia los excesos emocionales derivados del fútbol. La Séptima la gané ya como viéndola con distancia desde una forma de exilio. Cómo querría haberla sentido entonces, cuando me palpitaba dentro el estadio y con los goles había que agarrarse a algo porque venía la avalancha. Además, las últimas copas las viví de la peor manera posible: como periodista, es decir, operando, con el bisturí en la mano. Créanme, no es lo mismo estar con una mujer como amante que como obstetra, y, de igual forma, no es lo mismo ir a una final del Madrí como hincha que como periodista. Como una especie de CSI que pone conitos en las jugadas y calcula las trayectorias de los remates como en un rigor forense.
También recordamos, de años antes, aquellas dos eliminatorias de UEFA consecutivas contra el Inter, fundacionales de los «minutos molto longos», que uno vivió en el «gallinero», ante cuyas puertas una hinchada que ya no existe en Chamartín se apelmazaba esperando la apertura y dispuesta a ocupar la grada dos horas antes del comienzo del partido. Esa hinchada digo que ya no existe por la evolución sociológica del estadio, que ahora está lleno de frialdad y de japoneses, de turistas extranjeros que por la mañana hicieron el «tour» de los museos, incluido el del jamón. Más sofisticación, más «expansión de marca» y esas cosas. Pero menos vinculación sentimental que el viejo público de las noches europeas, en el que eran abundantes las peñas de provincias que traían, además de bocadillos tan grandes como hogazas con el escudo del equipo labrado en la corteza, un espíritu más festivo que el del reticente público tribunero de los domingos, que ya entonces creía que entender consiste en estar enfadado, como el de los toros. Era un público de bota de vino que añoro muchísimo y que, de niño, me hacía hasta salir cenado del gallinero. Ahí aprendí a pasar el chorrito de vino por el gaznate: había tipos que lo hacían cantando al mismo tiempo el antiguo himno de las mocitas.
Le dije a Sanchís que aún recordaba el instante preciso en que se lesionó pugnando con Altobelli y por ello se perdió el Mundial 86. Lo único que me amargó de conocer a Sanchís fue cuando habló de cómo pasó del medio campo al puesto de central como si se tratara de una degeneración. Oiga, que los centrales, gambeteadores de alma atrapados en un cuerpo demasiado pesado, también tenemos nuestro corazoncito y nos gusta que nos vindiquen los nuestros. En la semana en que murió el «Mariscal» Perfumo -y otro día contaré cómo lo conocí en un bar de Buenos Aires-, reclamo el Orgullo Stopper. Que no somos sólo sicarios y machacas que hacen el trabajo sucio para que puedan lucirse con sus ruletitas los peloteros de las narices. ¡Somos los hombres de Orwell que le permiten dormir tranquilo en su cama porque sabe que ahí fuera hay tipos duros dispuestos a hacer un «tackling» por usted!