David Gistau - Nadar entre tiburones blancos

Una mala mano

Lo bueno del Real Madrid es que está protegido de repentismos gilistas en la dirección por el peso sagrado de Zidane

Apenas hace unos meses, cuando la pelota le caía a CR en determinadas posiciones, uno musitaba «¡Gol!» antes incluso de que CR armara el disparo. Mejor aún: uno musitaba «¡Gol!» cuando Keylor sacaba de mano y en corto y aún faltaban diecisiete pases y maniobras para que la pelota le cayera a CR en disposición de armar el disparo. Operaba una confianza casi mágica en la infalibilidad de CR y en todo cuanto debía suceder detrás de él para que la pelota le llegara como el resultado de un mecanismo ante el cual los rivales estaban condenados a terminar como el chino de Tia-Nan-Men si el tanque no hubiera frenado. Esto no ocurre ya, por supuesto. Ahora le cae la misma pelota a CR en la misma posición y lo que uno musita, antes incluso de que haya armado el disparo, es una puteada del estilo de las del Tano Pasman antes de que su mujer le diera el ansiolítico. Peor aún: uno emite puteadas preventivas cuando Keylor saca de mano y aún faltan diecisiete pases y maniobras para que CR, atónito después de fallar, mire el cielo como preguntándose: «Padre, por qué me has abandonado».

Esta sensación, compartida por el equipo y su hinchada, que remite a la pérdida de un intangible mágico del cual dependía la infalibilidad, tiene el mismo componente de misterio psicológico que el cambio de racha de un jugador de póquer afectado en el instinto supersticioso por una minucia que lo desequilibra y lo sepulta en una racha de la que no sabe cómo salir. Cuando lo más sencillo tal vez fuera levantarse de la mesa y esperar otra noche para no agravar las pérdidas. «No tengo explicación», dice Zidane. Y el hecho de que, a ratos, como en la primera parte contra el Villarreal, el Real Madrid juegue incluso bien, en realidad no supone un consuelo. Al revés, agrega fatalismo y sensación de inexorabilidad a este castigo que parece el del Diablo que se hubiera aparecido para cobrarse el alma comprometida por contrato a cambio de la temporada pasada.

Voy a dejar que sean los periodistas con más conocimientos técnicos los que destrocen a Zidane con toda la munición de argumentos que no pudieron disparar cuando Zidane abría una bolsa de patatas y dentro había una copa de Europa. A mí me da pereza intentar ahora dibujar flechas e Iscos en una pizarra Vileda. Pero sí me veo obligado a resignarme a la idea de que, todavía con la gloria a medio digerir, estamos ante una temporada fallida, ante un gigantesco gatillazo, que al menos, al ocurrir de forma tan prematura y poco dramática, permite hacerse a la idea y conservar la serenidad. Repito lo que ya dije el día del Clásico: lo siento por los que pagaron un abono, se les va a hacer largo hasta el Mundial, aunque va a ser más fácil que nunca pedir a un amigo que te preste los suyos para que los niños conozcan el estadio. Por otra parte, sí conviene conservar la tensión competitiva mínima para evitar que el Madrí se vea, el año próximo, riñéndole la UEFA al Trabzonspor. Por lo demás, si fuéramos un amigo del Real Madrid y lo hubiéramos acompañado a la partida de póquer, lo que intentaríamos es convencerlo de que se levantara de la mesa, durmiera, se pegara una ducha, comiera caliente, se cambiara las ideas y regresara otra noche con la mente fresca.

Lo bueno del Real Madrid en este momento tan delicado es que está protegido de repentismos gilistas en la dirección por el peso sagrado de Zidane. Por la leyenda del jugador que fue y de su volea en Glasgow. Por la leyenda del entrenador que es y sus dos copas de Europa consecutivas en menos de dos años naturales. A Zidane no le puedes mandar un burofax para que no se moleste en acudir a trabajar el lunes. No sin demostrar ingratitud y crueldad con un mito, no sin crear una sensación de colapso aún mayor que la que ya hay. Aunque a Zidane corresponde ahora, una vez que se terminen del todo los alicientes deportivos, soportar cinco meses bajo la furia del español sentado.

Una mala mano

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