10 años como campeones del mundo

El cielo esperaba en Soweto

Luis Ventoso

El 11 de julio de hace diez años la informática no era la de hoy. Con un pulgar y una Blackberry de teclas (ahora algo antediluviano), con más ganas de irme de farra a celebrar lo nunca visto que de trabajar para mi periódico, mandé desde la grada en la noche fría en Johannesburgo mi pequeña crónica del partido de la felicidad. Resumida, decía así:

Qué hermoso es el Soccer City, el futurista estadio en forma de calabaza que han levantado en Soweto. Y cuánto más bonito con una Copa del Mundo recién ganada, abrazándote a desconocidos en la grada, conmovido con la clara complicidad de mestizos, indios y negros sudafricanos, que ataviados con bufandas, camisetas y banderas españolas se unieron a la causa del mejor fútbol, la de Del Bosque y sus elegantes guerreros. España ya es uno de los ocho países del selecto club de los campeones del mundo. Y ha ingresado de la mejor manera, apostando por la inteligencia, el juego bonito, el fair play y el esfuerzo colectivo. Sin divos, sin la caspa de la aburrida cuita Madrid-Barça. Todos empujando con camaradería y dando forma a algo nuevo, un fútbol moderno y solidario, que podría inspirar hasta un cambio de filosofía vital para nuestro país.

Hacía frío en la noche ventosa de Johannesburgo. Nadie lo sintió. La velada arrancó con brillo. A veces hasta algo tan banal como el «waka, waka» de Shakira te puede resultar emocionante. Basta con verlo en el corazón de Soweto, rodeado por casi 90.000 personas y bajo unos juegos de luces alucinantes. Otra sorpresa fue la presencia inesperada del último héroe, Nelson Mandela, que se sobrepuso a sus achaques y al día gélido, se caló un gorro ruso e hizo la que a buen seguro será su última gran aparición pública. Un honor quemarse las manos aplaudiéndole.

Costó más aplaudir el primer tiempo de España. Tras once minutos de arranque trepidantes, con dos ocasiones claras de gol que permitieron ratificar que Stakelenburg es un arquero soberbio, el equipo de Del Bosque se aturulló; apenas pudo ser consecuente con sus esencias: el balón controlado desde el arranque, la paciencia y, claro, ese tiqui-taca, que tanto desfonda al contrario. El despiste español no fue casual. Holanda era Argentina, abonada a la bronca y la falta táctica. En Holanda hay profesionales de la guadaña, como Van Bommel, un panadero de libro.

Justicia poética que nos regalase un Mundial un artista generoso, el Pelé de Albacete

Pero no solo fueron las patadas. Holanda se plantó muy bien y hasta acertó con soluciones dadas por arcaicas -algún marcaje al hombre-, lo que trabó el modelo español. Prueba de la berza imperante es que Casillas estuvo a punto de convertir en autogol una deportiva devolución de balón de los holandeses. España no se encontraba. Nuestra afición se mordía las uñas y los hinchas de los Países Bajos se imponían a las vuvuzelas con sus cánticos. Casi un alivio el descanso.

En la reanudación, sudamos con la electricidad de Sneijder y Robben y Casillas hizo dos virguerías en el uno contra uno. Luego España se desperezó un poco con Navas y sus carreras, fue entonándose, y en el final del segundo tiempo y la primera parte de la prórroga disfrutó un carrusel de ocasiones. Holanda, cosida a tarjetas y en inferioridad, suspiraba por los penaltis. España tenía la fe. Solo faltaba el gol. No podía venir de la espesura sin límites de Torres, y Villa ya no estaba en la cancha. Entonces, ¿quién? Pues el mejor futbolista de España, y del torneo, el Pelé de Albacete, Iniesta. Justicia poética que nos regalase el Mundial un artista generoso, un estilista que se bregó sin reserva metiendo el pie ante las torres holandesas en tareas defensivas; un antidivo con el mejor de los carismas: el del talento.

Son las once y diez. Una ola roja y amarilla canta el «soy español» y el «campeones oé, oé, oé». El flemático holandés a mi izquierda, una isla en una orgía de dicha, manda mensajitos por el móvil. No tiene buena cara. Podría tenerla. Holanda, dura y seria, resultó el mejor de los rivales. Pero nosotros somos, por fin y para siempre, campeones del mundo. El cielo esperaba en Soweto.

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