David Gistau

Habla el Cabezón

David Gistau

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Óscar Ruggeri, conocido como «el Cabezón», es un central pegador y campeón mundial del 86 al que los madridistas recordarán porque jugó en Chamartín al final del ciclo de la Quinta, cuando Hugo hablaba de sustituir con una «quinta de machos» a los pulcros peloteros con estudios de la calle Narváez a quienes se estaba encasquillando la Copa de Europa en una sucesión de Noches Tristes alemanas, holandesas e italianas. Ruggeri no terminó bien en Madrid porque Toshack quiso echarlo y el Cabezón, como no aceptaba irse sin cobrar entero el contrato ni quería que lo acusaran de absentismo, acudía a los entrenamientos para sentarse en medio del campo en una silla a tomar el sol como Paulie Gualtieri en la terraza de Satriale’s mientras a su alrededor trotaban los compañeros.

Ruggeri fue uno de los centrales más brutales de Argentina. Por una cuenta pendiente, trató de segar las piernas de Chilavert

Con el tiempo, Ruggeri se convirtió en un extraordinario contador de anécdotas profesional que se asoma a la televisión argentina. Sobre todo en los programas de Fantino, que lo azuza para que cuente una y otra vez la misma anécdota como en un eterno play it again, Sam. En las que se refieren a Argentina, no sé cuál de las anécdotas de Ruggeri es mi favorita. Si aquella en la que cuenta que un oficial del ejército se presentó en el predio de Ezeiza donde estaba concentrada la selección para vender de contrabando un arsenal que llevaba en el maletero del coche y que incluía subfusiles de asalto y granadas de mano: por la noche, los internacionales vaciaban cargadores desde las ventanas y luego iban a los campos armados y tirando al aire por las ventanillas como forajidos del Oeste. O esa otra, absolutamente genial, de una vez que Bilardo llamó a Ruggeri para comprobar si tenía superada una lesión y estaba para ser convocado. Lo citó en su casa cercana a la plaza Flores y le pidió que llevara ropa de entrenamiento. Hizo que se cambiara después de saludar a la esposa y lo bajó a la plaza, donde retozaban familias y jugaban a la pelota niños de ocho años. Primero, Bilardo hizo que Ruggeri trotara alrededor de la plaza para asombro de los viandantes que se cruzaban con un campeón del mundo y con el seleccionador que le gritaba consignas: debía de parecer aquello una broma con cámara oculta. Lo mejor ocurrió cuando Bilardo pidió a Ruggeri que se metiera en el partido de los niños para comprobar cómo le respondía la pierna: «Y empleate, ¿eh?, tirales, ya luego pediremos perdón». Aquí se hace necesario recordar que Ruggeri es uno de los centrales más brutales de la historia del fútbol argentino que, entre otras cosas, y por una cuenta pendiente, trató de segar por detrás las piernas de Chilavert y aún lamenta que el portero paraguayo lo esquivara: «Si lo agarro, su carrera acaba ahí». Una mezcla de Roy Keane y Gentile suelto en una pachanga de niños ante las madres aterradas.

Resultan interesantes dos anécdotas que revelan cómo funcionaba el Real Madrid de la época. Cuando estaba en Logroño, Mendoza lo llamó para negociar en Madrid. Ruggeri no tenía agente y convenció a un amigo suyo bancario para que lo acompañara dándoselas de experto. Mendoza apareció en el hotel, les dijo que tenía prisa y les dio una servilleta para que anotaran un precio por cuatro años. El amigo bancario apuntó algo que Ruggeri no vio, Mendoza lo miró y le tendió la mano: «Bienvenido al Real Madrid. Recuerde que los jugadores del Real Madrid a las once están en la cama». Y se fue. «¿Pero qué anotaste, boludo?». «Tranquilo, más de lo que hablamos en el coche».

En el vestuario de la Quinta, donde nadie se hablaba, donde todos se odiaban, Ruggeri fue recibido el primer día con un: «Vaya, hombre, otro sudaca de mierda». Como añoraba el vestuario cómplice de los argentinos, el que hace asados como los banquetes de Astérix, Ruggeri los convocó a todos en un restaurante para hacer terapia de grupo: «Nunca he visto a hombres decirse los unos a los otros cosas tan terribles. Era imposible. Ese equipo podía ganar ligas de seguido, pero estaba podrido por dentro».

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