David Gistau - Nadar entre tiburones blancos
El derbi zombi
Hubo más posibilidades de ver un ovni que un gol
El nuevo escenario provocó de entrada una percepción engañosa del derbi... No evocaba aquellos de sabor casi barrial de los de Liga en el Calderón, sino los desplazamientos recientes a grandes estadios europeos, sin memoria alguna ni del Madrid ni del Atleti, para jugar en ellos las finales de Champions. Eso parecía: otra vez Lisboa pero con mayoría abrumadora de la hinchada del Atleti en la grada, como si la de Chamartín se hubiera quedado atascada en aquel inmenso «cul-de-sac» que era la sucesión de peajes de ingreso a la ciudad. Se habla mucho de que el Atleti no se encuentra en el Metropolitano y además no consigue una gran noche de conciliación con su casa nueva. Pero es que al Real Madrid le sucedió lo mismo. Aunque no siempre de modo gozoso, el Calderón también era un territorio conocido para el Madrí. Un espacio asociado a la tradición de los derbis del cual sabíamos hasta cuántas estaciones de metro había que hacer y con el que existía, noches vietnamitas aparte, una relación de recuerdos gratos, el último, la maniobra de Benzema cuando remontó sin espacio y rodeado de marcadores la línea de fondo. El Real Madrid entró desorientado en el Metropolitano y de hecho no se encontró a sí mismo durante el resto de la noche, con lo cual desperdició también la oportunidad de dejar una primera meada territorial que hubiera acrecentado la mufa de ese estadio nuevo del cual empezamos a pensar que fue construido con un material que actúa como la kryptonita sobre los superpoderes guerrilleros del cholismo.
El derbi fue en realidad deprimente para ambos equipos. Barrial, sí, pero en el peor sentido, en el de las cóleras desahogadas a patadas o a pelotazos, en el de las montoneras de tipos que se putean, en el de las narices rotas. Al cundir la impresión frustrante de que nadie en todo el campo sería capaz de dejar al menos un detalle de gran calidad, el partido terminó convirtiéndose en un pretexto para la nostalgia: si el estadio recordaba la noche de Lisboa, el juego obligaba a preguntarse qué fue de aquellos dos equipos, ahora decadentes, que durante las últimas temporadas asaltaron la hegemonía europea y la discutieron entre ellos sin admitir más interlocutores añadidos que el Barcelona, es decir, que Messi. Aquellas finales –que tampoco fueron «bonitas», la verdad–, además de aquellos derbis recuperados para la rivalidad intensa por Simeone, han degenerado hasta transformarse en ese partido espantoso del sábado en el que hubo más posibilidades de ver un ovni que un gol. Un ovni que llevara a Samantha Fox dibujada en el fuselaje a modo de «pin-up» marciana, añado, para que se hagan una idea de lo difícil que era ver un gol. Sobre todo si quienes habían de marcarlo se borraron y cedieron el protagonismo del partido a los esforzados peones de choque de un lado y otro. En el Atleti deben de pensar que ojalá Correa tuviera, para definir ante el portero, la misma puntería que para agredir a rivales caídos.
Cada uno a su manera, el Madrí y el Atleti han vivido en los últimos años de los hechizos de dos entrenadores muy distintos pero ambos taumatúrgicos. Los dos equipos exhiben en ese sentido una fatiga parecida, que en el Atleti evoca el desgaste en el monte de quien permaneció demasiado tiempo en el maquis y ya no se anima ni aunque lo arenguen. De esta manera, es como si se hubieran autodescartado dejándonos a solas, sin alicientes ligueros, con todo ese invierno por delante que algún día empezará. El Barcelona ya huele a campeón prematuro sólo con Messi y unas cuantas faenas de aliño. Igual hasta añora, por el timbre de gloria que ciertos campeonatos reñidos proporcionan, a quienes fueron sus feroces contendientes estas últimas temporadas. Si, como castigo a su complicidad independentista, alguien deseó que el Barcelona se enterara de cuán aburrido puede ser jugar un campeonato sin el Real Madrid y el Atleti, que no le quepa duda: ya se está enterando.