David Gistau - Nadar entre tiburones blancos
El baño habitual
La tentación expiatoria sería echar la culpa a los tres perímetros de seguridad alrededor del estadio, que permitieron el acceso del F. C. Barcelona a pesar de que traía las mochilas llenas de goles . La constatación última, la sincera ante otro baño memorable que renovó el arquetipo del madridista aplaudidor, es que este equipo que venía desde hace unas cuantas fechas crujiendo como los submarinos de las películas de guerra sometidos a la presión de una profundidad excesiva por fin reventó del todo y envió al garete todas las presunciones de la solidez casi militar con la que Benítez hacía inexpugnables sus pelotones. De esta paliza en juego en realidad ya había sido precursor el PSG de Ibra, que sólo se olvidó de hacer aquello con lo que cumplió el Barsa: llenar la noche de pases a la red y de llegadas vertiginosas al toque de las que un defensa sólo supera el trauma recurriendo a terapia de grupo y ansiolíticos. Qué endeblez madridista en todas las líneas, qué modo de derrumbarse el de un medio campo que siempre fue intruso en su propio espacio natural.
El homenaje a Francia de la previa fue hermoso y necesario. Pero esa versión de «La Marsellesa», melódica y como deconstruida, vaciada de todo ardor, fue al cabo una metáfora del espíritu del Real Madrid que ni siquiera ante el infortunio de otra derrota histórica ante el enemigo íntimo encontró coraje ni un ápice de carácter. Nunca dejó de ser ramplón, frío, insignificante. Nunca dejó de dar una impresión resignada, vencida de antemano . Apenas jugó a la falsa épica con algunas patadas feas, como traídas del tiempo del Benito mátalo, de las cuales la más grosera fue la de Isco a la rodilla de apoyo de Neymar, casi tan colosal durante todo el partido como ese liquidador que es Suárez, un verdadero escualo vertical que dio una lección de en qué consiste ser un nueve con ese gol en el que contuvo el remate hasta que Keylor se quedó sentado por no aguantar más. El único consuelo fue que el Barcelona no obtuviera ese resultado redondo de 0-5 que ha consagrado el golpe psicológico de la manita y que por ello el Barcelona buscó hasta al final por ese instinto que sugería la oportunidad de no ganar sólo un clásico, sino incluso de destruir un proyecto de largo aliento que queda herido de muerte en los primeros compases de la temporada. Pañolada precoz en noviembre, y ello a pesar de que el club se esforzó por volver orgánicas las partes de la grada que antaño eran más iracundas.
En realidad, el madridismo tiene recuerdos frescos de goleadas como la de ayer . Reminiscencias del 2-6, del 5-0, de las semifinales fatales en Champions. Esa abrumadora superioridad culé que introdujo en la mentalidad colectiva el complejo de segundón. Lo de ayer es si cabe más grave. No sólo porque devuelve el club a una rutina fatalista que parecía superada durante las guerras de Mou. Sino porque este Barcelona castigador lo fue después del mito glorioso de Guardiola y sin Messi durante casi todo el partido. La cara B del Barcelona histórico, aquel que al menos era una excepción en grandeza que algún día extinguiría su ciclo, continúa con la costumbre de asolar Chamartín. Y lo hace además con una suficiencia insultante, con una sensación de comodidad y de control absoluto del partido en todas sus líneas desde que empieza hasta que acaba. Ni un solo error. Ni un solo eslabón débil. Delante, el Madrí fue sólo frustración. Cómo sería la cosa para que, con el marcador en contra, el ambiente no se sentía capaz de invocar el arreón corajudo de las grandes remontadas, sino que apenas se decía que mejor sería guarecerse y conformarse con una derrota no traumática porque salir al ataque sólo serviría para ofrecer espacios que harían aún más profunda la herida. Como en las viejas pesadillas, el Bernabeu volvió a ser ese estadio del que salen aplaudidos jugadores del Barcelona de los que siempre se recordará el partidazo que hicieron en Madrid. A ver qué dice Benítez de no sé qué tipo subido a un burro.