David Gistau

Un asunto personal

David Gistau

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Las leyendas cholistas alcanzaron tal envergadura que lo que sucedió el martes casi parece la captura de un «dux» que practicó con éxito la guerra asimétrica. Un Yugurta, un Mitrídates, o mejor un Espartaco, que consiente imaginar a los irreductibles del cholismo clavados Castellana abajo hasta llegar a los barrios donde los boxeadores que conozco guantean llevando puesta una sudadera del Atleti. Más allá de que por dentro fantaseen con la posibilidad de la remontada, o al menos de procurar al estadio un «bel morir» en el que retumben por última vez los tam-tams, los interlocutores atléticos con los que hablo confiesan la sensación de que esta vez sí ocurrió algo que no sintieron en Lisboa ni en Milán: se les desplomó encima un feo recelo de finitud, como si acabaran unos años fabulosos que, hasta en cuatro ocasiones, entre finales y eliminatorias, el Real Madrid evitó con crueldad que los coronara la primera copa de Europa exhibida en el río sin gabarra del Manzanares. Jero García, el más vital de los optimistas y de los tipos indoblegables que conozco, ha sufrido tal acceso de fatalismo que cree que la próxima vez que su Atleti juegue una final de Champions en las bandas estarán sus dos mellizos, que han de nacer estos días. A poco que saquen un ápice del temperamento del padre, lo del vietcong cholista parecerá por comparación los Trapp cantando en «Sonrisas y lágrimas».

Recordemos los tiempos en que la grada de Chamartín hizo coña con un supuesto anuncio por palabras en el que se pedía un rival digno para el derbi capitalino. Restaurado éste por Simeone cuando ya lo dábamos por perdido, tremendos los diversos meneos con los que el Atleti alteró el destino menguante de aquella antigua rivalidad mejor entendida en el Bernabéu por los hinchas veteranos que por los noveles, de la bestia en que se convirtió el Atleti da fe el inmenso alivio con que Chamartín festejó el otro día esa estaca clavada en el corazón. Fue una liturgia festiva desprovista por completo de aquello con lo que, antes de Simeone, al madridismo le inspiraba el Atleti: condescendencia.

Al día siguiente, un amigo me envió un montaje que circulaba por las redes donde se veía a Cristiano y a Di Stéfano abrazándose después de un gol. Daba la impresión de que al jugador que no hace mucho pedía no ser pitado en su propia casa por fin, después de cargarse casi solo al Bayern y al Atleti, se le reconocía el parentesco con los antepasados fundacionales, como si hubiera un Real Madrid mitológico que no todas las generaciones encontraron alguien que lo sostuviera como sí lo hace Cristiano. Es más, después de la generación fundacional, ese Real Madrid no existió nunca -tal vez con Zidane-, era sólo un modo en que los madridistas se idealizaban a sí mismos pese a las refutaciones de la experiencia y las etapas más o menos castizas donde hasta la Quinta, Sanchís aparte, se retiró sin la Orejona.

Ahora sí existe, ahora Cristiano sí justifica semejante visión. Tal es la impronta del futbolista que ha gestionado el descubrimiento de su mortandad reduciendo su ecosistema a los límites del goleador de primer toque y a cuyo alrededor está eclosionando una nueva generación de peloteros encantados de jugar para él entre los cuales lo que más me alegra es la cantidad de años de fútbol que Asensio tiene por delante.

Este diálogo de los últimos años entre el Madrí y el Atleti ha deparado un magnífico antagonismo que amplió la narrativa madridista, atascada en Messi, agotada en el eterno retorno de Messi. Me gusta pensar que habrá sido durante estos años del cholismo cuando mis hijos se hicieron conscientes del fútbol, cuando por fin se quedaron delante del televisor hasta el final de los partidos. En cuanto al Real Madrid, y si el Calderón no obra el motín de la remontada, la confirmación de su propia idealización pasa ahora por una final contra la Juve, maravillosa por aristocrática. La siguiente chincheta del mapa de la gloria ha de clavarse en Cardiff.

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