Patrimonio natural

Las águilas carmelitas del Bosque Viejo

José Puy Gallego

Comienzo mi relato, amable lector, confesando con orgullo mi pasión inquebrantable por nuestros bosques mediterráneos. ¿Cómo podría encerrar su brillo en un puñado de palabras? ¿Cómo podría describir las umbrías entretejidas de alcornoques y quejigos, los chortales de madroños, las solanas luminosas? Quizá debería hacerlo rememorando una de esas mañanitas del otoño viejo, mañanitas de petricor, de humedad dulzona, de brumales y bellotas removidas. Me servirían también las primaveras regaladas, cuando luce el verde de las candelas, el amoratado de los nazarenos, el azulenco de los chupamieles o el blanco de los zapaticos del Niño Dios.

¡Son tantos los tesoros! El paso acolchado del lince, camuflado entre arrayanes; los perdigachos de corbata chorreada encendiendo los puntales con sus encendidos cuchichíos; el rostro del venado meneando la trufa del hocico para catar los efluvios del viento; las águilas imperiales ladrando en las amanecidas de enero…

¡Las imperiales, mi pasión, mi sueño! Los hombres de campo, los guardas y monteros las reconocieron durante siglos con vernáculos llenos de sabor a jara y cantueso: águilas carmelitas, por la semejanza de su librea con el hábito de la orden religiosa; águilas negras y águilas de hombros blancos; águilas de los árboles, por su afición a nidificar, encamarse y atalayar en encinas, quejigos y alcornoques centenarios; águilas comunes, porque fueron muy abundantes, en otro tiempo. Por desgracia hubo una época, triste, vergonzosa, en la que las perseguimos como si fueran bandoleros. A mediados de la década de los setenta del siglo XX sobrevivían menos de cincuenta parejas, acantonadas en los parajes más agrestes de nuestra geografía. Hoy, afortunadamente, vuelven a prosperar en algunos rincones de ensueño: la sierra del Castañar, en los Montes de Toledo; el valle del Jándula, en la sierra de Andújar; las heredades de la Azagala, en la de San Pedro… Hay, además, un enclave poco conocido en el que se sienten muy a gusto, una fronda de llanura que parece sacada de un cuento: el Bosque Viejo de El Pardo, a la vera de Madrid, quince mil trescientas hectáreas de puro embrujo. ¿Qué otra capital del continente puede presumir de algo parecido?

¡Las he observado allí tantas veces, las he seguido con tanto celo! A las del norte incluso les he dado nombres propios, como si fueran buenos amigos: Carmelita y Arabisque; Candela y Rey Jorge; Chopo y Viñuela; Fresno y Arlequín; Tejón y Enebro… Las he visto copular, pelear con los buitres, expulsar a los jovenzuelos ambiciosos de capa clara, apedreada de negro. Las he visto cazar, bañarse en el río, retapizar los nidos…

También ellas sufrieron la época de plomo y fuego. A mediados de los setenta tan solo sobrevivía una pareja, protegida, me gusta creerlo, por el manto protector de Nuestra Señora de El Torneo. Cuentan las crónicas que la Virgen se apareció en el corazón de los montes de El Pardo a siete obispos. Agradecidos, consagraron una ermita en su honor. No sabemos cuándo ocurrió, pero ya existía en 1287, porque, como cuenta en un delicioso artículo Javier Fernández, archivero de Palacio Real, la sentencia de posesión del Real del Manzanares de esa fecha la mencionaba. ¿Podía tener que ver el nombre con las justas medievales? En 1901 Fidel Fita Colomé ofrecía una explicación mucho más convincente. Se debía, decía, al giro, recodo o torno que forma el caprichoso Manzanares en aquel paraje, amenísimo, culebreando hacia oriente y occidente. Y era en aquel paraje amenísimo, precisamente, donde se acantonaba la copla superviviente. A partir de finales de los setenta, como por arte de birlibirloque, las carmelitas comenzaron a recuperar el paraíso perdido: en 1979 se asentó la pareja de la Zarzuela; en 1980 las de Velada, Navachescas y la Angorrilla; en 1981 la de El Hito; en 1984 la de Torrelaparada… Hoy, gracias al aislamiento y soledad del Bosque Viejo, a los cuidados de los guardas –personas recias, nobles, de una pieza, hechas a las asperezas del monte, al trabajo a la intemperie, la mayoría hijos de guardas, criados en las fincas gloriosas de la sierra de Andújar– y de los biólogos de Patrimonio Nacional, son ya quince las coplas que allí viven, una de las densidades más altas de la península ibérica y el mundo. Quiero terminar la semblanza con un recuerdo del rey Felipe II, porque fue él quien comenzó a preservar el Bosque Viejo, quien lo amojonó y lo dividió en cuarteles o sectores de vigilancia, quien mandó levantar las primeras casas de guardas, quien impulsó las primeras medidas proteccionistas. Una tardezuca deliciosa de marzo descubrí un legajo, de su puño y letra, en los archivos de Palacio, que decía: Holgado he de que el monte esté tan bien conservado y de que esté tan buena la yerba… En aquel tiempo pensaban que las águilas tenían propiedades nobles, que eran cariñosas de sus hijos y los criaban con mucho cuidado y limpieza. Yo creo que las apreciaban.

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