Fútbol y Política

Crónica de un matrimonio que sí dura

En la cúpula de los partidos y del Estado, el deporte rey está tan presente como en el resto de ámbitos de la vida de un país que lo vive con pasión

Crónica de un matrimonio que sí dura efe

Aquiles quijano

La noticia conocida esta semana sobre la fobia antimadridista del secretario general de Podemos , Pablo Iglesias, ha vuelto a poner de manifiesto que fútbol y política en España van de la mano. Según la mencionada información, no confirmada ni desmentida después por el líder de la formación de ultraizquierda, el antes tertuliano y ahora dirigente político reconoce, aunque solo «off the record», que forma parte de ese nutrido grupo de aficionados al fútbol que como más disfruta es viendo perder al equipo merengue.

Al parecer, Iglesias es seguidor del modesto Numancia desde sus años de niñez en la provincia de Soria. Hay otros destacados dirigentes de la clase política española que llevan su pasión futbolera con menos disimulo. De hecho, ésta, como en todos los estratos del país, está bien arraigada en lo más alto de las instituciones del Estado. Del Rey Felipe VI se ha dicho una y mil veces que el equipo de sus amores es el Atlético de Madrid, algo que, de ser cierto, una figura como la suya, consagrada constitucionalmente a ejercer un papel moderador entre todos los españoles, nunca reconocerá. Solo lo confesó siendo un niño, en el año 1976, tras entregar a su Atleti una de las copas que los rojiblancos han levantado donde más gusto les da, en el santuario del eterno rival, Chamartín.

Por debajo de la Corona, en la Presidencia del Gobierno, se sitúa el que es quizá el líder político más acreditadamente futbolero. De Mariano Rajoy detractores como el que fuera miembro destacado del Partido Nacionalista Vasco , Iñaki Anasagasti, han llegado a decir que era capaz de abandonar una importante reunión si esta coincidía con alguno de los partidos del Real Madrid, equipo con el que se identifica. Cierta o no la acusación, lo que está más que claro es que para el gobernante Rajoy, como para sus gobernados, el deporte rey es, cuando menos, una opción de ocio preferente.

Como Rajoy, otro madridista, y este de los recalcitrantes, era Alfredo Pérez Rubalcaba, que no dudaba en mofarse de su jefe en el Consejo de Ministros, el presidente Rodríguez Zapatero, cuando los blancos le mojaban la oreja en alguno de sus enfrentamientos al Barça por el que ZP no perdía el sueño, pero casi.

Pero el tiempo de Zapatero pasó. También el de Rubalcaba, forzado a abandonar la secretaría general del PSOE por su reiterada incapacidad para reflotarlo electoralmente, y ahora al frente de la errática nave de Ferraz se encuentra Pedro Sánchez, que no es del Madrid ni del Barça, sino del Atlético, y además hizo sus pinitos en la mocedad como baloncestista en las filas de un clásico como Estudiantes. A Sánchez le va más el fútbol que el baloncesto, pero ha practicado ambos deportes, y, oh paradoja, como futbolista militó en las filas de la cantera merengue.

El imán del Bernabéu

No hay duda de que el poder es el principal objetivo de alguien que se mete en política. Que sea para ejercerlo en beneficio público o particular ya es otro cantar. Y si hay un foro social de España en el que el poder político y económico se hace tangible es el palco del Santiago Bernabéu, cenáculo tan distinguido como restringido del que han sido habituales, por citar solo dos ejemplos, el expresidente José María Aznar y Rodrigo Rato, ahora en apuros por el estropicio de Bankia pero en tiempos flamante ministro del presidente de las series febriles de abdominales y los buenos datos económicos.

En el otro gran polo de poder político y futbolístico peninsular, Barcelona, también son frecuentes los casos de dirigentes aficionados al balompié. El «molt honorable president» de la Generalitat, Artur Mas, es, no podía ser de otra manera, conspicuo culé. Si el Barça es «més que un club» y la azulgrana se ha convertido casi en la divisa oficiosa de la Cataluña ortodoxa, resultaría casi inconcebible que Mas fuera otra cosa que barcelonista.

Empero, como en todos los órdenes de la vida hay audaces y disidentes, otras figuras de la política catalana, tan respetables como la del representante del Estado en la comunidad autónoma catalana, que eso y no otra cosa es con la ley en la mano el señor Mas, han proclamado abiertamente su lealtad a los colores del hermano pobre, el Español de Barcelona, ahora oficialmente denominado Espanyol, nueva nomenclatura contraria a la tradición del club blanquiazul pero ejemplo de la dudosamente cabal pugnacidad lingüística que preside todos los ámbitos de la vida social de la Cataluña de la era del café para todos. Del Español entonces, Espanyol ahora, perico al fin y al cabo, es Alberto Fernández Díaz , portavoz del Partido Popular en el Ayuntamiento de la Ciudad Condal, tan acostumbrado en sus plenos como en los bares de pueblo donde pasan la Liga por la tele a ser minoría contracorriente.

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