Patrimonio natural
La Tierra de todos
«Es el elemento que mejor ejemplifica la convergencia de la vida y la muerte»
La Tierra es el nombre con el que hemos bautizado a nuestro planeta, contrariamente a la singularidad de que este es, en realidad, un planeta de agua. En los océanos, de hecho, comenzó la vida, y aunque esta lograra conquistar tierra firme, nunca dejó atrás su estrecha dependencia del elemento líquido. Todos los seres vivos terrestres son cápsulas de agua salada. Llevamos en nuestro interior –que en el caso de los seres humanos constituye hasta un 75 % de nuestro organismo– el medio líquido en el que pueden prosperar las células.
¿Por qué, entonces, se ha sentido el hombre tan estrechamente ligado e identificado con esa fina piel de fertilidad que recubre islas y continentes? «Polvo somos y en polvo nos convertiremos», meros moldes de barro dotados de vida.
Quizás porque la tierra es el elemento que mejor ejemplifica la convergencia de la vida y la muerte, la reciprocidad cíclica y el enriquecimiento continuo. La tierra es el espacio en el que infinidad de especies forman una complejísima urdimbre de intercambio y movimiento de energía, agua y minerales que hacen posible la existencia de árboles, aves, mamíferos, insectos, hongos, musgos, etc. La tierra es el lugar donde todo se aprovecha, en un ciclo magnífico de reciprocidad, simbiosis y cooperación.
La humanidad, testigo durante generaciones de lo que acontecía en la naturaleza, albergaba en sus tradiciones una sabiduría profunda de los ciclos y ritmos de la vida. Como parte íntegra de la naturaleza, de la que dependía íntimamente, incorporaba a su cultura el respeto y cuidado de la tierra. Sin fórmulas, sin conocimientos científicamente probados, incluso sin escritura, el saber de lo que es la tierra era mucho más próximo a la verdad de lo que ahora interpretamos.
El hombre moderno, desarraigado de su propia esencia, se presupone dueño y señor de la Vida. Cree que puede alterar la urdimbre, el círculo de reciprocidad sin poner en peligro su propia supervivencia. Para el ser humano actual, la tierra ya no es más que una realidad horizontal, un substrato o soporte cuya única función es la de ser explotado para obtener el máximo rendimiento. La ciencia y la tecnología, presuntuosas de saber más que millones y millones de años de evolución depositados en la naturaleza, han convertido la tierra en una industria más. Una fábrica de alimentos insípidos, fruto de plantas endebles, sustentadas a base de fertilizantes y pesticidas. El alimento de nuestros hijos no es el resultado y reflejo de la fuerza y salud de la naturaleza, es la cristalización de la agonía de una tierra erosionada y envenenada que pronostica una esterilidad irreversible. Hemos olvidado la infinita generosidad de la tierra, transformando el ciclo vital de reciprocidad en un círculo vicioso de empobrecimiento, alimentado por el afán de consumo ilimitado que nos caracteriza.
Se calcula que el 75 % del suelo, de la tierra emergida, está degradado por la actividad humana. Las tierras sometidas al cultivo intensivo y sobre pastoreo no solo pierden su fertilidad, sino que son arrastradas, literalmente, por las escorrentías hasta el mar. La pérdida de suelo fértil ha llegado a niveles críticos en muchas partes del mundo y está causando una pérdida muy significativa de diversidad biológica y servicios ecosistémicos –seguridad alimentaria, purificación del agua, provisión de energía, mitigación del cambio climático– y otras contribuciones de la naturaleza que son esenciales para las personas.
Cada uno de nosotros puede marcar una pequeña diferencia que, sumada a la de otros, logrará cambiar la corriente imperativa. El consumo es, de facto, la mayor herramienta de cambio que ha existido hasta el momento. La transparencia y trazabilidad de lo que encierra cada producto aumenta a diario y pone en nuestras manos poder decidir qué tipo de prácticas apoyamos. Prácticas que no solo fijan población rural, respetan y enriquecen el medio ambiente y la tierra, sino que repercuten positivamente en nuestra salud.
Estamos a tiempo de cambiar nuestra mirada hacia lo que somos, devolver la tierra a nuestros hijos y religar nuestra existencia al fenómeno vital. Y aunque no lo estuviéramos, como decía Martin Luther King, «si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol».