Protagonista
Un siglo de Delibes
«La faceta venatoria fue un aspecto esencial de su personalidad, fue un cazador de perdices impenitente»
El pasado 17 de octubre Miguel Delibes habría cumplido cien años. A pesar de hallarnos inmersos en una de las crisis más notables de la historia reciente, la efeméride está siendo recordada y celebrada por numerosos ciudadanos, colectivos y asociaciones. En mi mente permanece la interminable cola de ciudadanos en la plaza mayor de Valladolid el día de su muerte. Diez años después, me sigue impresionando el cariño con que personas, instituciones y medios de comunicación tratan a Delibes, que por esa razón se halla más vivo que nunca. La Fundación Miguel Delibes , apoyada por distintas entidades, había previsto un gran número de actos y eventos, muchos de los cuales se han suspendido o aplazado. Probablemente el más notable es la exposición celebrada en la Biblioteca Nacional, que se inauguró a mediados de septiembre con la presencia de los reyes de España. Me impresionó, una vez más, la cercanía y el cariño de Don Felipe y Doña Leticia , que no solo disfrutaron durante un largo rato de la exposición, sino que finalizada la visita permanecieron de tertulia durante media hora con los hijos del autor castellano. Recuerdo que hablamos de la faceta venatoria de Delibes, un aspecto esencial de su personalidad, y de lo oportuno, y también comprometido, de reflejarlo en una exposición tan global en tiempos en que la caza no goza de buena imagen.
En fechas recientes le preguntaban a mi hermano Miguel en una entrevista si la bicicleta había sido objeto de veneración en la familia Delibes . Miguel respondía admitiendo la importancia de la bicicleta, pero aclarando que lo verdaderamente esencial para nuestro padre fue la escopeta. Delibes fue un cazador de perdices impenitente. Desde que tuve uso de razón hasta que sus fuerzas le abandonaron, con casi ochenta años, le recuerdo cazando todas las semanas de la temporada, sin excepción. El campo suponía la válvula de escape que le permitía oxigenarse para el resto de la semana. Entendía la caza de la perdiz al salto como un ejercicio físico y de estrategia . Era necesario ser un verdadero atleta para aguantar pateando los terrones de Castilla de sol a sol, como él lo hacía, con una breve pausa para comer un taco. Daba una importancia extraordinaria, cosa que hoy no se hace, a la estrategia a seguir. Era necesario levantar las perdices de las parameras para dirigirlas hacia las laderas y, por último, a las regueras y perdidos de las vaguadas: los mataderos. La caza mayor nunca le atrajo, afirmando que un ciervo muerto le parecía un cadáver, mientras que en una perdiz veía un bodegón.
No obstante, no le hubiese hecho ascos a cazar un jabalí. Jamás olvidaré la única batida a la que asistió, en el hayedo de Huidobro, al norte de Burgos , un frío invierno del año 1966. Los cochinos eran tan escasos que los mencionábamos en singular –el jabalí–, como si solo hubiese uno. La cacería constaba de un batidor, cinco perros y tres puestos. Insistí tanto que, a pesar de mis 10 años, mi padre me permitió acompañarle. Nos correspondió puesto en el Paso de la loba, y era tal nuestro desconocimiento que mi padre juzgó que el grueso tronco de un haya era insuficiente para ocultarnos a ambos. Me ordenó situarme en otra haya diez metros más adelante. Le hubiese denunciado ante el Tribunal Tutelar de Menores porque me dio la impresión de que me utilizaba como escudo humano. No sé si pasé más terror pensando que «el jabalí» me iba a destrozar antes de que mi padre lo evitara o el frío, ya que estuvimos en todo momento muy por debajo de los cero grados y no sentía los pies. Seis horas más tarde, sin haber visto ni oído nada, regresamos absolutamente ateridos y abatidos. Mi padre no volvió jamás a u na cacería de jabalí. Yo me aficioné a la caza mayor.
Me pregunto cómo habría reaccionado mi padre ante la crisis de la Covid. Sin duda lo habría llevado fatal y difícilmente habría aceptado el no poder salir al campo. Solo le recuerdo un mes sin cazar, tras romperse el peroné al resbalar sobre hielo, cazando a orillas del Duero a 18 grados bajo cero. En esta situación tan difícil, probablemente repetiría la frase profética que le dijo a mi hermano Miguel: «Sabía que el fin del mundo estaba cerca, pero jamás imaginé que lo iba a vivir en primera persona...»