Solanas y umbrías

‘Igualonas’, pero no iguales

Pablo Capote

No hay dos perdices silvestres iguales. Una de las muchas grandezas de la caza de esta ave es que por ello siempre viviremos lances distintos, sobre todo si la cazamos al salto con perro. Es más, teniendo en cuenta que la misma perdiz puede reaccionar a su acoso de multitud de maneras diferentes, la posibilidad de repetir un lance es prácticamente nula.

Esa sensación de que cada perdiz tiene su ‘personalidad’ propia, incluso su fisionomía, no la tengo con otras aves de caza menor porque, mientras las torcaces o los zorzales son para mí más o menos todos miembros iguales de su especie, no puedo evitar el individualizar a las perdices. Será por su apego al suelo, que es un medio más familiar para este cazador que el del aire. Esta es otra de las grandezas de la patirroja, su adaptación a los muy diversos ecosistemas que habita, en los que sus particularidades se multiplican aún más si cabe.

Cazar perdices en mano o a guerra galana en las tierras peladas y llanas de la mancha o en la alta montaña leonesa es tan distinto como lo pueda ser el tocino y la velocidad. Hace un par de semanas tuve la oportunidad de ratificarme en estas creencias al ser invitado junto a Juan Delibes, por nuestro amigo Amador Oliver, a patear un cazadero nuevo para nosotros, un coto en el Cabo de Gata.

Las secas laderas volcánicas de monte bajo salpicadas de palmitos, la única palmera autóctona del continente, chumberillos y aulagas moriscas, endémicas de la zona, ya nos prometían algo nuevo. En una escueta mano las recorrimos con las vistas del célebre cortijo El Fraile al fondo, escenario del crimen de Níjar, drama rural que inspiró Bodas de Sangre de Lorca, lo que dio otro toque pintoresco a la cazata.

Y las perdices no defraudaron. Antonio Hernández, el titular del coto y del hotel restaurante de Isleta del Moro, las cuida con esmero y les tira exclusivamente en el reclamo, así que era lógico pensar que, al no haberse cazado ‘al volateo’ en décadas, estarían muy blanditas y con la guardia baja. Pero la raza salvaje de estas pequeñas perdicillas coloradas les hizo cumplir y, a pesar de levantar varios ‘manojos’, solo pude tirar a una hembra joven, una adulta y un machete muy pintón. Esta vez, algo poco frecuente, tres tiros, tres perdices, las tres de ala y las tres cobradas en tres lances prodigiosos por Max, el perro de Juan, sin el que me habría ido bolo sin duda alguna. Una jornada única e irrepetible, como siempre que se caza la perdiz de la tierra.

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