In memoriam de SAR el duque de Edimburgo
«Su pasión por, y su entrega a, nuestra idolatrada naturaleza le hizo confluir con el perpetuo sentir de mi familia»
Con admiración y respeto
Ríos de tinta ahogan la figura y la apostura del duque de Edimburgo. Dulces loas que se le negaron en vida hoy se regalan generosamente, pues en este nuestro tan excesivo país se entierra muy bien. La elegancia se percibe como una regla basada en la sencilllez y en la armonía. Y se aplica a todas las artes, desde la música a la pintura o arquitectura. Como hábito, la elegancia viene a ser una suerte de cortesía estética que refleja respeto hacia los demás y hacia la dignidad propia.
En estos tristes tiempos envilecidos por las televisiones se incide ruinmente sobre lo mundano y escabroso de su vida, obviando el verdadero interés.
Para mí, un devoto seguidor de su pasión por la naturaleza y de la apacible ruralidad, veo que el campo era su propia esencia, que trascendía por todo su ser y de ahí emanaba su aura.
Su pasión por, y su entrega a, nuestra idolatrada naturaleza le hizo confluir con el perpetuo sentir de mi familia. Su afición al polo le haría trabar gran amistad con mi pariente mexicano Pablo Rincón-Gallardo, el más próximo a él entre mis allegados, habitualmente invitado en Windsor. De inmediato congenió con mi abuelo Bunting, el conde de Teba, en las cacerías escocesas, en un torrente de simpatía mutua y afinidad, donde algunos querían ver una inexistente rivalidad. Simpatizó con mi padre, Borja Patiño, conde del Arco, ingeniero de Icona, en los tímidos comienzos de Adena, la rama española de la WWF, que fundaran con SAR el Duque de Calabria, en el feliz empeño de salvar y proteger la naturaleza. Hoy, tristemente, estos preciosos anhelos han degenerado en un turbio negocio y en la forma de vida de pícaros y vividores sobre el mito de la sacralización pagana y lucrativa de la naturaleza.
Sobre su elegancia, que algunos malentienden como británica y que es en realidad europea, no es más que una forma habitual de estar en el campo, que exige aseo y ropajes vernáculos, dignos y eficaces, de aspecto atemporal, que sacrifican algo de la comodidad en aras de la tradición. Esos paños de remoto origen, a los que en una forma de rapiña (esta vez moral) a la que tan proclive es la cultura inglesa hoy imponen el nombre de ‘tweed’, vienen a ser lanas teñidas en colores difusos que en el pasado provinieron, la mayor de las veces, de ovejas merinas españolas y hoy tristemente de australianas...
Chaquetas que sacrifican la comodidad hedonista y despreocupada del ciudadano por la elegancia atemporal, requerida por respeto a la tradición en las cacerías, tanto por mimetizarse en el entorno como por el sagrado rito de la caza, que impone sus rigurosos códigos de honor, hacia uno mismo y hacia las piezas cazadas.
Ya sea en las nieblas de Suecia o en los bosques alemanes, en las perennes lluvias británicas o en nuestras amadísimas sierras patrias, todo se ampara en un universo parejo, uniformado de una cierta marcialidad, que dota a las gentes del campo, desde el último aparcero al más estirado de los guardas, de esa dignidad que los eleva y los hace destacar. Todos integran un ejército atemporal de caballeros, inmersos en la gran aventura de la vida que se manifiesta en nuestras costumbres atávicas desde las brumas de la noche de los tiempos. El hábito hace al monje. Algo que se refleja en este mundo frugal, que encuentra placer en penar en menguados sacrificios, que regalan satisfacción al superar la adversidad, despreciando comodidades y combatiendo la pereza, el hambre, el frío y la fatiga. El triunfo del espíritu sobre la materia.
Algo cada vez más en desuso en esta sociedad urbanita de niños mimados, donde ha desaparecido la necesidad y se ha extinguido la disciplina. Es el contrapunto de los remilgados peinados tribales, las automutilaciones y los tatuajes, que son completamente ajenos al símbolo de valor o la pertenencia a una etnia en mundos remotos y que solo vienen a significar una suerte de insufrible y agresiva vanidad contestataria, que irrita por la cantidad de tiempo fatuo despilfarrado frente al espejo. En cualquier caso, SAR el duque de Edimburgo fue un espejo de caballeros, que brilló con luz propia en un asfixiante universo dominado por el ritual y que empeñó su vida en defender el campo y sus tradiciones, así como los valores eternos de la monarquía que encarna su mujer, SM la Reina Isabel II, y ese futuro que parece no llegar nunca a su hijo y su nieto.
Vaya desde aquí un venerable saludo a su memoria y el más encendido elogio a su vida y a sus ideales, que son la más bella forma de amar nuestra tierra, nuestras tradiciones y a quienes nos precedieron.