Patrimonio natural

Los cazadores incruentos o la caza incruenta

«Cada día más personas dedican su tiempo de ocio a cazar aves con sus máquinas fotográficas»

Es costumbre asociar el término caza con la muerte de un animal. No obstante, existe la caza sin derramamiento de sangre, como por ejemplo la práctica del silvestrismo, captura y preselección de pájaros fringílidos que reúnan las cualidades sonoras exigidas, para a posteriori educarlos en el canto.

Otros ejemplos serían el de la «caza fotográfica», cuyo germen se remonta a mediados del siglo XIX, sustituida por «fotografía de la naturaleza» en el año 1993, al crearse la Asociación Española de Fotógrafos de la Naturaleza (Aefona). Para mí, ambas denominaciones son compatibles al tener objetivos similares

El patrimonio natural español de animales vertebrados, según datos más o menos recientes, está cifrado en 1.210 especies (426 peces, 30 anfibios, 66 reptiles, 568 aves y 120 mamíferos, incluyendo los marinos).

De estos grupos de animales, prefiero –esgrimiendo argumentos más bien costumbristas que científicos– a las aves, después a los mamíferos y a continuación, por este orden, el resto: peces, anfibios y reptiles. Y es que la especial vistosidad, por lo general, de las aves, junto con sus enrevesadas, también por lo general, costumbres me han hecho de siempre admirarlas y, al cabo de los años, apreciarlas en su justa medida.

La observación como reto

No soy el único que tiene este criterio, existe un buen número de personas en el mundo que lo comparten. Así, los norteamericanos han hecho de la observación de estos soberbios animales un auténtico reto, programando competiciones entre equipos al objeto de avistar el mayor número posible de especies en un área geográfica determinada de considerable extensión, durante un tiempo asimismo determinado que suele ser de 24 horas (en 2012, tuvimos la oportunidad de contemplar estos eventos en la película El Gran Año, protagonizada por Steven Martin y dirigida por David Frankel).

Un ejemplar de estornino rosado ÁNGEL MEDRÁN

En nuestra España, sobre todo en las últimas décadas del siglo pasado y en las dos que llevamos del XXI, gracias al avance de la tecnología han surgido, como de la nada, personas que dedican parte de su tiempo de ocio a «cazar» aves con sus máquinas fotográficas. Lo hacen con auténtica entrega, con gran esfuerzo físico en ocasiones. El premio simplemente lo obtienen con el aplauso y los comentarios escritos por sus amigos y seguidores en las redes sociales creadas para tal fin, hoy en día bastante numerosas.

Este fenómeno es magnífico, a mi entender. Porque con él, el aficionado no solo disfruta captando la imagen, sino que además aprende observando la bionomía de las especies con las que se tropieza, lo cual puede contribuir, a través de sus comentarios en las citadas redes sociales, al conocimiento del intrincado comportamiento animal.

Durante los últimos años de mi vida activa y en los que han seguido a la jubilación, me introduje en el círculo de los «cazadores fotográficos». Sin duda alguna, la experiencia valió la pena. No solo disfruté de las excursiones tras las «presas» que fijaba de antemano, sino que también hice muy buenos amigos, hecho comparable a lo que sucede en la caza auténtica. Y fui espectador de algunos «lances» dignos de recordar en el entorno de Madrid. Como aquel, en agosto de 2019, cuando alrededor de una laguna compartí la emoción con más de una veintena de aficionados esperando visionar entre los carrizos al extraño carricerín cejudo; y como aquel otro, en la segunda semana de diciembre de 2020, cuando mi buen compañero de correrías Ángel Medrán me llevó a inmortalizar con la cámara a un pájaro cuya presencia en tierras españolas se considera como un milagro, el estornino rosado, que se había aficionado a degustar los frutos del kaki plantado en el jardín de un chalé. La suerte me esquivó en ambos casos. Cosas de la caza. Otra vez será.

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