Especie cinegética

El alegre zorzal, vivo o en la mesa

El amor por las aves que heredó de Mauricio González-Gordón, uno de los más insignes conservacionistas, artífice de la protección de Doñana y la creación de la SEO, no impide a su hija Bibiana ensalzar las cualidades culinarias de esta especie

El zorzal, una especie característica por sus lunares marrones B. González-Gordon

Bibiana González-Gordon

La primera vez que vi un zorzal estaba, el pobre, de cuerpo presente: sin plumas y con las patitas para arriba. Supe lo que era porque alguien me lo comunicó antes de meterlo, a él y a sus compañeros mártires, en la olla con las cebollas rehogadas y medio litro de buen oloroso. Comprendo que son una exquisitez, pero hay cosas a las que prefiero renunciar y esta es una de ellas. Me gustan más vivos que guisados. En otoño vienen del norte y centro de Europa, en grandes bandos , a pasar el invierno. A muchos los cazan nada más llegar y van a la olla como los primeros que vi. Me da mucha pena, pero eso no impide nada.

Ahora, eso sí, si acaban en el plato, soy exigente con la forma de comerlos. Las pechugas, con cubiertos; pero las minialas y los muslos con las manos, mordiéndolos delicadamente y dejando los huesecillos limpios y relucientes. Todo puede hacerse monamente, decía mi abuela. Y el zorzal se merece que no sobre nada de él.

Además de los visitantes, en el norte de España hay grupos residentes que anidan allí en primavera . Se alimentan de aceitunas, lombrices y caracoles a los que les rompen la concha contra una piedra que les sirve de yunque. Sus nidos tienen forma de copa, los hacen con hojas secas y los revisten de barro. No anidan muy alto y los huevos son azul claro con pintas negras. A los pollos los alimenta la pareja.

Ayer tuve la suerte de que viniesen tres al jardín. Me tuvieron entretenida durante un buen rato. Intenté fotografiarlos y no había forma. Saltaban alrededor de los goteadores de agua, entre las plantas, se perseguían y jugaban encantados. Por fin, uno de ellos se posó junto a las macetas, al sol. Estuvo un rato dándome la espalda pero, cuando estaba a punto de darme por vencida y soltar la cámara, se volvió hacia mí enseñándome su pechuga de lunarcitos marrones con todo el orgullo del que era capaz. Espero que estos tres, a los que ya considero mis conocidos, tengan la fortuna de llegar a su destino pasado el invierno. Sería buena señal.

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