Literatura y deportes

«Jóvenes promesas», la primera selección de fútbol olímpica

El libro recrea aquella primera alineación de un once insólito que conquistó la plata en su primera incursión en unos Juegos

Laura Marta

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Alguien, una vez, se imaginó que algún día la selección española de fútbol ganaría una Eurocopa o un Mundial. Un alguien trabajador, soñador y tenaz que fue capturando cómplices en su aventura a lo imposible. O más bien, a lo que nadie creía posible. Ese grupo de locos optimistas es el protagonista de «Jóvenes promesas. 1920, JJOO Amberes» (editorial Planeta) . La leyenda empezó aquí, la novela de Juanjo Díaz Polo en la que se detalla la expedición a lo desconocido de la primera selección de fútbol olímpica .

La obra recrea aquella época en la que la nada solo era el principio del todo, y un papel en blanco, la primera alineación de un once insólito que conquistó la plata en su primera incursión en unos Juegos. Un éxito sin pasado y con mucho futuro que sorprendió a propios y extraños, pero que marcaron a España dentro del mapa deportivo.

Más allá de la medalla, el libro bucea en el origen de un grupo de deportistas con más ganas que juego y más ilusión que experiencia que terminó dándose cuenta de que la fuerza del conjunto rompe barreras y construye realidades. Díaz Polo describe esa primera cita olímpica no exenta de problemas de índole extradeportiva que amenazaron con convertir la aventura en desastre antes siquiera de que ninguno se calzara los borceguíes.

«Jóvenes promesas» no es solo el retrato de un equipo de fútbol, sino el de una época en la que el deporte todavía carecía de la infraestructura necesaria para hacerse respetar por una sociedad que lo consideraba un mero divertimento de poca enjundia. Sin embargo, iba llenando de emociones los corazones de los espectadores y comenzaba así un triunfal paso por las infancias, la madurez, la vida, de quienes se acercaban a los campos de fútbol a ver el espectáculo de unos señores corriendo detrás de un balón.

Los entrenamientos, escasos y sin demasiada táctica, se dejaban a la buena predisposición de jugadores y técnicos. Los borceguíes se trataban con plantillas de corcho o con lo que se encontrara por el camino para hacerlos más cómodos. Los balones tendrían que llamarse de otra manera porque en nada se parecen a los actuales. Ni siquiera había cambios en estos partidos de seis cuartos de hora. Pero allí, en los Juegos, en una Amberes con muchas secuelas todavía de la guerra, se plantaron los Zamora, Beláuste, Sabino, Pichichi, Eguiazabal o Pagaza. Hombres que jugaban por placer, reservándose el sustento a otros menesteres: albañil, zapatero, cartero…

“Es que mi padre, que es médico, como te dije, y le gustaría que yo… también lo fuera. Un año entero estuve intentando de verdad hacerme médico, pero… no he pasado de pasearme por la facultad. [...]”, explica un joven Zamora. Sin embargo, fue en la portería donde se hizo famoso. Es uno de los destacados protagonistas de este texto riguroso en lo histórico y humano en lo literario. Díaz Polo, sin embargo, observa esos primeros Juegos Olímpicos para el fútbol español desde la barrera. Desde ese otro sector que creció a medida que lo hacían los protagonistas de dentro del campo. O al revés. Ese grupo de profesionales que estudian, analizan, critican, defienden o atacan a través de las páginas de un periódico. Es Elena Díez la narradora omnisciente de esta novela, la hija de Pepe Díez, o más bien, Rampoleón para sus seguidores en las páginas de La Tribuna. Es ella la que mira, cuida, ejecuta y se enamora en estos diez días de excursión olímpica. También la que aprende de todos los que la rodean, bien sean los periodistas Román Rubryk (ABC) , Juan López García «Juanito Balompédico», Lola Sepúlveda, Jaume García Alsina (La Vanguardia), bien de los propios jugadores.

Es ella quien cuenta, para el lector de diarios de la época y para el de la novela en el presente, las dificultades y las alegrías. Y es la que protagoniza por su juventud ese cambio de era en la que se vio sumida España a principios de los años 20 del siglo pasado , cuando ya los cambios tecnológicos alcanzaron la Península, y configuraron el camino hacia una modernización paulatina. «Hubo un tiempo feliz en el que las máquinas, los ideales y el deporte prometían desterrar todas las miserias humanas».

Sin embargo, en la novela también se analiza ese halo rural que todavía envolvía a los españoles, incapaces de quitarse de encima la rémora provincial del norte contra el sur, del este contra el oeste. Si la aventura a punto está de convertirse en fracaso antes de empezar es en buena medida, y como describe Díaz Polo, por las rencillas y los orgullos regionales: vascos, madrileños, gallegos o catalanes enfrentados entre sí antes de ponerse la camiseta.

Un puzle que armó con paciencia Francisco Bru, el primer seleccionador español , acosado por los favores políticos, las amistades y enemistades internas, los agobios económicos y las circunstancias. Logró con mucho esfuerzo un equipo compacto que se creyó el mejor al vencer a Dinamarca y que volvió a unir fuerzas cuando les dicen que deben jugar contra los fornidos suecos horas después de haber salido de fiesta. El autor relata este partido como una batalla, y no como un partido de fútbol. Es la guerra individual hombre contra hombre, donde apenas es importante el balón, hasta que Belauste deja para la historia la frase: “¡A mí, Sabino, el pelotón!”. Con ese grito, la victoria, la plata, el hermanamiento, el origen de todo lo que vendría después.

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