Toros en Aracena

José Aníbal Morante González, arquitecto rehabilitador del clasicismo torero

Morante de la Puebla edificó dos sentidas faenas en su debut en la plaza de toros de Aracena

Juan Ortega y José Garrido salieron a hombros tras mostrar ambos sus mejores versiones

Morante de la Puebla se gustó a la verónica en ambos toros Salvador López Medina

Jesús Bayort

Llegué con tiempo a Aracena, desértica a las cinco de la tarde . Al bajarme del coche entendí por qué: Satanás me susurraba al oído. Rezumaban antorchas del empedrado. «¿Soportarán este infierno las estalactitas de las Grutas?», me preguntaba. Aproveché mi exceso de puntualidad —tan absurda como excesiva— para repasar el patrimonio arquitectónico que aquí dejó Aníbal González . La obra del máximo referente del regionalismo no podría comprenderse sin su legado arundense; como tampoco conoceríamos a Morante de la Puebla , arquitecto rehabilitador del toreo clásico, sin su inmersión pueril por estas sierras. Mi querido Jesús Rodríguez de Moya y su señora maldecían el tourmalet que lleva hasta la plaza de toros. Menos mal que el de La Puebla no traía la calesa, por aquello del bienestar animal. Metidos en faena, les reconozco que tengo predilección por estas corridas : plazas con encanto, toros con armonía, público respetuoso y toreros despojados del lastre de la responsabilidad. No me pregunten el porqué, aunque imagino que será por mis raíces serranas. También merecen mención, si me lo permiten, las damas, especialmente bellas en esta tierra. La boca se me hace agua durante la previa; ojo, lo digo por los anunciantes: Segundín, Perdi y Rufino ¡Ole la categoría!

Tras los clarines fue un timbre colegial el que avisó al personal de chiqueros. Salió un armónico castañito. Sueltecito, aunque con buen tranco. Aparecía en el tercio Morante de la Puebla , con su compás cerradito, sus yemas acariciando las esclavinas y sus palmas abanicando nubes. Se gustó en las alturas a la verónica . El callejón es minúsculo: los tendidos parecen estar sobre el albero. Sentía a Morante en mi zona de confort. Intentaba tocarlo, por comprobar si verdaderamente es de carne y hueso. El primer par del Lili provocó murmullos. Como el maestro ha privado al respetable de la opción de las críticas, es ahora su fiel escudero el centro de las dianas. Hay algo especial en la faena, sin necesidad de grandes dosis. El marqués de Villafranca del Pítamo advierte en los tendidos: « Éste sabe torear ». Nos sacó de dudas. Hubo naturales exquisitos. La arquitectura morantiana no es sólo de fachadas, su toreo brota de las entrañas . Lo bordó, pese a la falta de clase y humillación del mansito.

Fue esa la tónica general de la corrida, aunque noble en su conjunto. Por el estilo fue el cuarto, con el que Morante desenterró el sentimiento gallista con el percal. Lances elevados, abrochados con una cadenciosa media verónica. El inicio fue soberbio, arrebujando ayudados por alto con trincherillas. El animal era incierto, aunque el torero estaba dispuesto a arrearle fiesta. Con la suavidad de sus cites y la cadencia del trazo se hacía difícil evitar la colada y el enganchón. Imperfecciones sin importancia, cuando un torero se muestra así. Más arrebatado cerró la faena, tocando seco, empujando con el alma . El público, ahora que tenía cerca al ídolo, no quería despedirlo. De ahí lo de la oreja, para seguir paladeándolo . Se gustó en el paseo.

El retorno del mejor Ortega

Juan Ortega mostró su mejor cara , tan torero como siempre, impetuoso como hacía tiempo que no lo veíamos. Cuajó a la verónica al castañito segundo, que mantuvo el brío y el celo hasta su paso por el piquero. Después de la vara era otro. Bruto en las gustosas chicuelinas, le permitió un torerísimo inicio por bajo, con solera y cadencia . Los trincherazos traían vitola especial. Mientras   Ortega se desmayaba, el toro se desfondaba . Aún más rotundo estuvo con el quinto, que paradójicamente fue el más desclasado y desaborido de los cinco lidiados. S e empeñó en orquestar faena con la franela, muy metido en su terreno, llegando a acariciar el pitón.

José Garrido logró ante el tercero la obra más rotunda de la tarde . Lo bordó por el pitón derecho a la verónica, abriendo los brazos y enterrando el mentón en el pecho. Hubo compás en ese recibo . La media fue exquisita. Con la muleta consiguió aguantarlo, pese a su constante intento de huida. No le dejaba pensar. Antes de alzar la cara ya lo citaba para el siguiente. Muy encajado, l o asó al natural . No se amilanó con el exigente sexto, al que arrancó una oreja a base de pundonor. Desconocemos si era la motivación de la terna, la comodidad de la plaza o el momento que atraviesa, pero ofreció una imagen que invita a imaginar futuros prósperos .

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