Reportaje exclusivo

Las Ventas: retrato de un silencio jamás conocido en mayo

Viaje íntimo de Gonzalo Caballero al corazón de la soledad, a una plaza de Las Ventas vacía por primera vez en la historia de San Isidro. Su reaparición ya no podrá ser este día 15

Gonzalo Caballero, en la soledad del ruedo de Las Ventas, con los tendidos vacíos al fondo Fotos: Ángel de Antonio

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Impone la voz callada de Las Ventas en el primer mayo sin silencios rotos. Son las cinco en punto de la tarde y las taquillas están cerradas. Apenas una docena de padres y niños en patinete en la explanada. Alguna mirada curiosa se adentra por las rejas de la Puerta Grande , mientras las manos de una mujer sujetan el carrito de un bebé. Hace un año, por estas fechas, en los puestos de artículos taurinos ondearían banderas con la silueta de un toro negro, llaveros de divisas, capotillos y monteras. El Metro sería el de Nueva York en hora punta. Pablo esperaría la llegada de María bajo la estatua del Yiyo. Una muchedumbre con abanicos se precipitaría Alcalá abajo. Los reventas estarían a la caza de aquellos que buscan una entrada. La expectación se desbordaría con la reaparición de un torero aclamado por los jóvenes y que vive para contarlo, Gonzalo Caballero . Pero no se oye aún ni un «clac-clac» de tacones lejanos...

La puerta de chiqueros

Las cinco y cuarto. Manolo, el amo de llaves de la Monumental, la casa donde habita desde hace 58 años, entreabre la puerta del patio de arrastre, epicentro social cada San Isidro y tan callado este 2020, el primer año sin Feria desde que la creara Livinio Stuyck en 1947.

Impresiona tanto vacío en la plaza que nunca duerme al abrigo de estas hojas del calendario. No hace tanto, aunque difiera un mundo, la ebullición estallaría, con los bares de alrededor haciendo apuestas: «No hay quinto malo».

Las cinco y media. El lenguaje del toro que adivinaba don Álvaro Domecq parece llamar. Un eco de mugidos : ¿acaso el pitido que avisa del peligro, el reburdeo estremecedor de la pelea o ese berreo que va de la cobardía a la casta honda? Accedemos a los corrales. Ni un bravo ni un manso. No están ni los bueyes de Florito; ni siquiera, el sabio mayoral. Sobrecoge tanta oscuridad en los chiqueros, lugar sagrado del templo. Allí debería aguardar una creación de cuatro años, un tesoro genético que será carne de matadero . No habrá corrida del siglo, como aquella del 82, ni premio a la más completa, como las de Dolores Aguirre en 1994 o Parladé en 2014; ni saldrán «Chaparritos» ni «Licenciados»; ni pañuelo verde para que asome ese sobrero que cambió el curso de una corrida. Porque sin toro nunca habrá nada.

Tomando medidas con el metro

Las seis en punto. Por la bocana del 2 accedemos al tendido. Sin acomodadores aún, sin almohadillas, apiladas en una habitación como ataúdes en una morgue. Frialdad y granito en tarde de sol y moscas. Ángel de Antonio , el fotógrafo de la imagen más pura en la primavera más sombría, destapa los ojos de la cámara: flores que nacen en la escalinata preferente encima de toriles, los cerrojos echados, las banderas a media asta en señal de luto por las víctimas de la pandemia. Su madre ha sido una de ellas. Demasiadas ausencias: la de Pedro , el veterano almohadillero al que bautizaron como El Cordobés; Matías , con su tenderete de libros y su pulso a la prensa: «A ver quién es el último en cerrar». Al fondo, los azulejos en honor de la torería inmortal vigilan la inmensa soledad.

Flores en el tendido

Las seis y cuarto . Siguen sin arreglar el ruedo. En las gradas sacamos la regla y tomamos las medidas de los 9 metros cuadrados por espectador: sin ser completamente idénticos, cada asiento mide unos 50 centímetros. La norma sacada de la manga del Ministerio de Cultura será criticada minutos después por Caballero: «Es una estupidez, como es una discriminación que no nos valoren. Somos patrimonio cultural y muchas familias viven del toro».

Gonzalo Caballero, en una andanda en la inmensa soledad de Las Ventas

Camina el reloj y, cosa rara, el pequeño Miguel y sus abuelos aún no han llegado. Nadie viste los jacos. La nada absoluta en el patio de caballos y ni una sola oración a la Virgen de la Paloma en su capilla. Ni el Tato visita la colección de Jano en la sala Bienvenida.

Ambiente extraño en tarde sin ambiente. Trepamos a la andanada del 9. Nadie. Ni los abonados clásicos. Hasta el 7 es un desierto . Ni sombra del Rosco. Bajamos de nuevo. Una «encogetá» al ver en los pasillos un toro... Disecado. «Hamburgués» se llamaba, de Cuadri.

Las seis y media . La Puerta Grande permanece cerrada bajo la mirada de Gallito en su centenario sin celebración; de Manolete sin su faena a «Ratón»; de Victorino, en el trono donde siempre fue rey; de Chenel y tantos maestros que cruzaron ese pórtico tapiado hoy.

Los corrales de la plaza

Las siete menos cuarto . No pintan ni las rayas. Las siete. Ni un sonido de clarines ni timbales. Insólito: el callejón está vacío. No hay presidencia ni pañuelo blanco. Nadie se ajusta la montera. ¿Dónde están las cuadrillas? ¿Y los areneros y los monosabios ? ¿Y la banda? Todo es música callada de Bergamín. Ángel apunta al cielo con su canon, ese cielo venteño donde la muerte galopa a veces más deprisa que la vida.

Cuánto sabe de eso Gonzalo Caballero , tan joven y tan viejo a sus 28 años. A lo Sabina, entre las notas de la nostalgia y un romanticismo rebelde. «O todo o nada» es el lema de quien huye de las insípidas medias tintas. Estoque en mano, pisa el ruedo donde a punto estuvo de acabar la historia de un torero con sello propio. Madrid le espera cuando los abrazos pierdan el canguelo, cuando el río de la normalidad vuelva a su cauce. Ahora todo es incertidumbre, con la única certeza de que la verdad solo pertenece a quien la busca. Un cúmulo de sensaciones, «difíciles de describir», rondan en su mente tras un 12 de octubre a sangre y fuego. Caballero apunta su mirada hacia los terrenos de sol : «Allí tengo mi último recuerdo en esta plaza, a la que venía desde los tres años de la mano de mis padres». Añoranzas «de la izquierda de El Cid, las faenas de Miguel Abellán con su blanco y plata, el capote de Morante con el toro de Juan Pedro, las cuatro orejas de José Tomás ». Y el rugido de la noticia más desgarradora a la salida de la Corrida de la Cultura: «Había muerto Fandiño. No me lo creía. Al día siguiente toreé con Ponce y me demostró su grandeza. Teníamos que honrarlo».

La oscuridad de los chiqueros

Los toros matan. Caballero y la arena de Madrid lo saben. Acongoja su relato del percance en la Hispanidad : «Caía un reguero de sangre caliente, como si una bala hubiese penetrado en mi pierna. Metí el puño en el agujero». Asustaba la cara del horror, con trazos de ese Saturno de Goya devorando a sus hijos. «Pensé que me moría. Sentí pena porque dejaba sola a mi madre, la persona a la que más quiero, y a la vez tuve una sensación de gloria y orgullo, de paz y heroicidad por entregar todo». Las 35 horas siguientes fueron críticas: «Con un fallo renal gravísimo, creí que no solo había muerto el torero, sino que también abandonaba la persona». Los suyos le transmitieron la medicina del aliento. «Me vine arriba al imaginarme, una noche de insomnio, un 15 de mayo en Madrid ». Aquel deseo se iba a cumplir este San Isidro, pero El Cossío del siglo XXI hablará del Año I tras la primera suspensión de la feria crucial.

No habrá triunfos ni olor a cloroformo después de una temporada sin respiro para Máximo García Padrós . «Qué vocación la suya, eternamente le estaré agradecido por su dedicación hasta en la cuarentena», subraya Caballero. Gonzalo, el último milagro de una enfermería sin parte médico hoy, había logrado vencer a la propia ciencia y acortar los plazos de recuperación. Frente al espejo de su plaza, tan vacía pero con tanta historia, se refiere a la dureza de la rehabilitación, las caídas y las lágrimas en sus primeros entrenamientos. «Si yo no podía torear, ¿qué sentido tenía vivir ?», pregunta en medio de unos tendidos sin más presencia que la propia ausencia. Reconoce que le duele ver la plaza sola: «Ese dolor lo tenemos todos, el torero y el aficionado, el ganadero y el empresario, pero ahora la preocupación es que se recupere la salud de todo el mundo».

El torero, solo en el tendido

Las ocho menos cuarto. Nadie come pipas ni la florista adorna la solapa de Juanita, fiel abonada en los bajos de sombra. Dos palomas se posan en la barrera. Unas filas más arriba, el matador se refiere a la gestión de la crisis del Covid-19 . Al natural: «Tenemos unos sanitarios admirables, que se han jugado la vida por sus pacientes sin apenas protección. El Gobierno ha actuado catastróficamente. Y no hablo de política, hablo de vidas humanas. Este Gobierno no está capacitado para dirigir España». Cuenta que él mismo canceló «una audiencia con el Papa a finales de febrero; si como ciudadano conocía la gravedad del coronavirus, ¿cómo no lo iban a saber los que nos gobiernan?»

Un helicóptero de la Policía Nacional sobrevuela el coso neomudéjar. Son las ocho , la hora de los aplausos, pero en el interior de Las Ventas no brotan palmas ni pitos. Reina esa soledad obligad a, alejada de la elegida por los hombres de oro y plata. «El confinamiento me ha ayudado a conocer más a mi familia. He aprovechado también para escribir de sentimientos en páginas que suelo quemar, por lo que escribo en libertad, la misma que busco en mi toreo. Y he entrenado de modo distinto, sin ese miedo al saber que no habría toros, aunque lo necesito para sentirme vivo».

Puerta Grande

Regresa a la memoria Ricardo , el padre que tanto orgullo sentía de su hijo: «Desde que murió, algo murió en mí. Nadie quiere morirse, pero ya no le tengo miedo a la muerte, porque ese día me reencontraré con él». Impresiona la crudeza de su verbo mientras se desnuda: «Tengo una deuda con mi padre . Le prometí la Puerta Grande. No podrá ser este San Isidro, pero volveremos cuando todo pase, cuando la economía se recupere y la gente regrese con su felicidad y sus tristezas. Para emocionarnos, para aplaudir, para tirar almohadillas... Para sentirnos vivos».

Avanzan las agujas, camino de las nueve . Sus ojos se clavan en el ruedo. Sueña su obra imaginaria : «Una faena cortita, con una tanda por la derecha y dos por la izquierda, con la pata p’alante , que es mi forma de ir por la vida. Pasarme el toro lo más cerca posible y llevarlo toreado hasta detrás de la cadera». La ambición crece: «Lograr la estocada, las dos orejas... Y cruzar esa Puerta Grande, mirando al cielo para buscar a mi padre ». En su nombre, en el nombre de todos los que se fueron. «Y abrazarme por fin con los míos». Volverán la gloria, el valor, los miedos deletreados por Juncal; reaparecerán los apretones de manos, las miradas desafiantes, la épica y también la sangre. La historia misma de la Monumental, en este viaje íntimo al corazón de la soledad , aunque fuera, pasadas ya las nueve en esta anochecida de desescalada, en sus alrededores se agolpe un ruido propio de tarde grande de feria. El gentío y el vacío , separados tan solo por los muros de Las Ventas, retrato de un silencio jamás conocido en mayo desde que don Livinio inventase San Isidro.

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