Una mala tarde de toros con Francisco Brines, «ejemplo de taurino cabal»
Reproducimos esta «Estampa Taurina» de Carlos Marzal, publicada en agosto de 201o en ABC, sobre el último premio Cervantes
Cuando uno se aburre en cualquier espectáculo, lo cierto es que se aburre; pero hay espectáculos que resultan más aburridos que otros. Supongo que todo eso depende del temperamento del espectador y de la temperatura del espectáculo, del aprecio que uno sienta por el entretenimiento al que asiste, y de la naturaleza misma del entrenamiento.
Para el espectador que yo soy, una mala película siempre resulta más digerible que una obra de teatro mediocre; una tarde de circo con elefantes adiposos y tigres de la tercera edad siempre tiene más interés que, pongamos por caso, una pasable zarzuela de la España cañí. Se trata —lo sabe cualquiera— de un asunto de carácter, y el carácter es el primer peldaño (y el último) del destino propio.
En cualquier caso, una mala tarde de toros , una tarde aburrida, suele ser un plomo. Esas tardes en las que no sale ningún toro que no sea un marmolillo, en las que no hay siquiera un detalle de torería, una señal de inteligencia lidiadora, una brizna de arte, son un muermo, una invitación para el bostezo y la siesta, para la abstracción sentimental del espectador. Las malas tardes de toros tienen algo de desaguisado especial, de desatino supremo , de error absoluto. Me figuro porque se trata de un rito tan milimetrado, tan pautado, tan regido por la razón, que, en el momento en que se desvía de su cauce, en el instante en que no responde a sus reglas y concede sus frutos, se vuelve una insensatez, enseña sus mimbres y su trastienda más que ningún otro. Lo que debe ser ligereza se transforma en peso (e incluso en pesadumbre), lo que debe ser aéreo se convierte en lastre, en demasiado terrenal. Un rito que está fuera del tiempo y que es capaz de detener el devenir (de sacarnos de él e instalarnos en una dimensión sin transcurso, igual que hace el gran arte) se nos aparece de improviso como sometida al imperio del reloj, porque queremos que termine.
De ahí que para ir a los toros convenga hacerlo con un buen amigo taurino con el que poder compartir las tardes de gloria, y con el que poder evadirnos de los toros si el caso lo requiere. Ese gran amigo, en mi caso, es Francisco Brines . Siempre que tengo que referirme a la figura emblemática del aficionado pienso en él. Siempre que tengo que poner un ejemplo de taurino cabal, menciono el nombre de Brines. Paco —entre sus muchas virtudes— posee las virtudes del buen aficionado: conocedor de la parte técnica de la lidia, de la Historia del toreo, buen veedor del toro, espectador con años y plazas a sus espaldas, apasionado y crítico. He visto a Paco, en alguna tarde adocenada de la plaza de Valencia, cuando el público se ha dejado llevar del entusiasmo futbolístico (del entusiasmo del hincha, más que de la conciencia del espectador) y ha regalado orejas en contubernio con el Presidente, lo he visto —digo— levantarse con el dedo negador hacia la Presidencia y afear la conducta a la autoridad. Igual que lo he visto con el pañuelo o la almohadilla en alto reclamar con euforia los trofeos de un gran fiesta.
Pero Paco Brines es, además, un impagable compañero para las tardes de tedio taurino. Con él uno puede hacer un repaso a los últimos acontecimientos de la poesía española, o analizar el rumbo de distintas especialidades deportivas (porque Paco también es futbolero, y tenístico, y fan del atletismo y de todos los deportes habidos y por haber, como el que escribe). Con Paco, cuando, las cosas pintan mal, y los toros mugen, y se caen, y los toreros pierden el Norte de la Tauromaquia, uno puede entregarse a nostalgias de otro tiempo, y en su relato aparece Antonio Ordóñez , su torero favorito, y Camino, y El Viti, y tantos otros.
Y es que una mala tarde de toros, con un gran amigo taurino, son una ocasión estupenda para evadirse de los toros, incluso hablando de ellos.