Crítica de teatro
Recuento de contiendas
‘Eduardo II, ojos de niebla’ denuncia la corrupción política, la intransigencia religiosa, la persecución del diferente e incluso el germen de la lucha por los derechos LGTBI
He aquí el combate entre el teatro y la tele , el más enconado de todos los careos —incluidos los históricos, políticos, religiosos, amorosos y hasta sexuales— con los que se articula el conflictivo tiempo de ‘Eduardo II, ojos de niebla’ .
Por un lado, entonces, la austeridad escénica, los pocos pero significativos elementos, la presencia rotunda del actor —las huellas del tiempo en el cuerpo, receptáculo inconfesable de memoria— en su medido despliegue de voz y gestos —como cada vez resulta más extraño en las obras comerciales ( José Luis Gil , Ricardo Joven y, especialmente, un ya irreconocible Manuel Galiana , excelso en su encarnación del judío Tolomei)—, poderosas metonimias con las que vislumbrar todo lo elidido, el denso ‘off’ de viajes, intrigas y batallas que subyace en lo que percibimos.
Por otro, la caricia catódica, el regusto de las populares series históricas que se apoyan en consensuados anacronismos para, desde la ideología de lo políticamente correcto, regresar al siglo XIV para que veamos que todo lo que nos asalta diariamente desde el telediario ‘ya estaba allí’: la corrupción política , la intransigencia religiosa , la persecución del diferente e incluso el germen de la lucha por los derechos LGTBI. Y aquí esos intérpretes — Ana Ruiz , Carlos Heredia — más gesticulantes y expresivos, más fáciles de arropar por la música extradiegética que los grapa a nuestros sentidos.
Así, entre una fuerza y otra se tensa esta libre revisión histórica del final del reinado de Eduardo II, el deterioro de su poder, la abdicación y ejecución, como si cada escena fuera un micro-combate entre contrarios, lo real y lo imaginario, el actor de teatro y el de tele, la austeridad y la fanfarria. Pero es justo advertir que, al final, ganó el teatro , es decir, la vieja guardia del discurso profundo e impecable , atenta al ritmo del diálogo y abierta a la tentación monologante, ese parlamento profundo que sólo mora allí, en las tablas.
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