Crítica de teatro

Ganas de reñir

Histrión Teatro inauguró la temporada del Lope de Vega con «El mueble», una obra de humor que funciona mejor cuando se pone seria

Gema Matarranz y Alejandro Vera en un momento de «El mueble» ABC

Alfonso Crespo

Se pretendía inaugurar la temporada teatral —tan incierta y aciaga como se presenta este año— con una comedia ligera pero reflexiva , muy cariñosa con el espectador enmascarado y distante en la butaca, y la verdad es que «El mueble» de Histrión Teatro cumplió a la perfección con estos requisitos bienintencionados.

Pero después del trance, como casi siempre, nos asaltan las paradojas: la obra, que traza una pendiente desde el humor hacia el drama amortiguado, funciona mejor cuando se pone seria , en la corta catarsis casi final que obliga a los actores a mirarse de frente y a dejarnos a los mirones, por fin, un poco de lado; ahí donde las metáforas maritales de andar por casa —el rito compartido e ingrato de montar un mueble de Ikea y la polisemia del tornillo que falta o sobra— palidecen ante la mínima emoción de los actores, antes presos de la retórica facilona.

Lo que sanciona dramáticamente a «El mueble» —la obra compacta, el mecanismo cómico engrasado, los actores «sobrecualificados» (en especial Gema Matarranz , a la que siempre es un placer ver evolucionar sobre las tablas)—, su carta de nobleza en definitiva, es lo que permite olvidar el modelo rotundo —de «El cuartito de hora» de los Quintero a cualquier capítulo de «George y Mildred», vulgo «Los Róper» — que se esconde en sus entrañas y lo alimenta secretamente. Mucho se gana, desde luego, pero algo, irremediablemente, también se pierde.

Digamos que la inversión de Juan Carlos Rubio y Yolanda García Serrano en cuidados y mimos al espectador, buscando su identificación por encima de todas las cosas, propiciando, gracias a los «apartes» que la pareja protagonista dedica a la platea, sus miradas cómplices y sonrisas maliciosas, nos aleja al mismo tiempo del poder transformador del humor irreprimible, de la verdadera carcajada que a todos nos iguala y nos hace pensar.

Nadie se veía reflejado en el espejo deformante que «Los Róper» colocaban —ellos, que sí se decían todo a la cara—frente a su audiencia catódica, pero en el crudo e irónico esperpento se reconocían los materiales menos nobles de la condición humana , esos que todos compartimos y ya parecemos condenados a servir sin nervios y a filtrar empaquetados desde que somos carne de terapia.

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